En 1977: hace ahora cuarenta años que cientos de miles de andaluces mostraron públicamente su deseo de serlo, y en Málaga, uno de ellos, muy joven, dio la vida y quedó impreso para siempre en la memoria y en los libros.

La historia oficial no ha sido respetuosa, sin embargo, con ese sacrificio, con la fuerza social y emocional que empujó la democracia y la autonomía en la atrasada, olvidada y siempre minusvalorada Andalucía. Para empezar, esta tierra de sentimientos tan trágicos, tan telúrica, tan influida por la pasional influencia religiosa de la muerte en sus celebraciones, dejó a un lado aquella fecha fundacional, para elegir en cambio otra más ligada al devenir y al éxito político del referéndum del 28 de febrero, fiesta nacional de Andalucía, si así se puede calificar al día de un país que nada tiene que ver en su ser político y cultural, con ese sentimiento sin embargo naturalmente tan catalán, tan vasco o tan gallego. Un nacionalismo, el nuestro, tan español, tan antinacionalista en el fondo.

Sólo es necesario hablar con los viajeros, con los extranjeros que vinieron o que pueblan la Costa de Sol desde entonces, para ser conscientes de lo que nosotros, que vivimos aquí como nuestros padres y abuelos, apenas si podemos apreciar: que la democracia y la autonomía nos han transformado, han cambiado Andalucía en el sentido de la modernidad. Un gran andaluz que acaba de desaparecer, Juan Antonio Lacomba, escribió en los años 70 que una de sus provincias -Málaga, que le acogió como joven profesor de historia en 1966-, había perdido incluso la memoria de su pasado esplendor industrial y burgués del XIX, cuando adelantaban sus fábricas, sus productos, sus barcos y sus empresarios a los más potentes de Barcelona o Bilbao.

Y que Andalucía desconocía incluso la obra y la biografía de quien había formulado una teoría nueva: la de que el genio de los andaluces estaba adormecido por la miseria de sus jornaleros, y necesitaba ser reanimado para constituir una patria nueva. No sabían tampoco entonces la inmensa mayoría de los andaluces, que esa teoría, que esa idea, como al joven Manuel José García Caparrós en 1977, le había costado también la vida a Blas Infante en 1936.

Tiene uno la impresión de que en esta Andalucía que vivimos muchas de aquellas cosas del 77 se han perdido, o que se han diluido con el paso del tiempo. Y la desaparición de Juan Antonio Lacomba puede servirnos de metáfora para el tiempo que nos toca vivir ahora, tan incierto, tan difícil y, para muchos, tan tremendamente duro. Porque la desaparición de Lacomba parece simbolizar uno de los datos que definen esta época de incertidumbres: la práctica volatilización de sus intelectuales y, con ellos, la función crítica y renovadora, que cumplieron tan decisivamente -y en especial los artistas y los profesores y estudiantes de las universidades-, en la lucha de entonces contra el franquismo y por la democracia. Y no se trata de un fenómeno solo andaluz, sino que esa ausencia es un hecho español, que permite comprender algo mejor las dificultades de las autonomías, la democracia y sus instituciones, para mantener su credibilidad ante los ciudadanos.

Si tuviésemos que señalar quienes son hoy las víctimas de este tiempo en el que, como dice Claudio Magris, el futuro se ha fundido, quiénes son los «nuevos jornaleros» del siglo XXI a los que Andalucía debe dirigir hoy su mirada, no habría duda de que deberíamos hacerlo a nuestros jóvenes, a los nuevos emigrantes que ya pueblan Europa, América u Oceanía, y que poco a poco van percibiendo que probablemente, ellos y sus hijos, estén ya condenados a ser ciudadanos de allí. Y junto a los jóvenes que buscan su futuro lejos de Andalucía, aquellos jornaleros de la Andalucía trágica de Azorín, son hoy las decenas de miles de parados sin horizonte porque ya no pueden emigrar, y los inmigrantes, el nuevo proletariado de origen africano, que busca aquí un mundo infinitamente mejor que el suyo, el mestizaje étnico, religioso y cultural de una Andalucía nueva y compleja.

Andalucía puso su mirada desde 1977 en la izquierda. Hoy la realidad política es más compleja que la que se dibujó en 1979 en sus ayuntamientos y diputaciones y más tarde en su gobierno autónomo, con un escenario político plural, pero en el que la derecha andaluza no ha logrado acceder a su gobierno regional después de cuarenta años. La clave puede que sea la dignidad, y la coherencia, la resistencia incluso, de los gobiernos andaluces en mantener, contra viento y marea, a pesar de la precariedad de la región y de la dureza de los tiempos, su credibilidad ante la gente más humilde por sostener las políticas públicas en sanidad, educación y cultura. Y ser fiel, en definitiva, a la memoria colectiva y social, al perfil histórico que nos sigue definiendo como el resultado de haber sido desde el siglo XIX y, especialmente durante la época de Franco, una región sometida a los intereses y el poder de su oligarquía.

Pese al juicio severo de Magris, su generación y, la de la Transición andaluza, comparte su idea de ser pesimistas con la razón, y optimistas con la voluntad, y tienen la convicción de que aún se puede y se debe construir el futuro. Se han formado en las utopías de los 60, y necesitamos hoy más que nunca, la influencia que tuvieron para construir la Andalucía esperanzada de 1977, de 1980, las ideas, las creaciones, forjadas por Comín, Lacomba, Aumente, Castilla del Pino, Carlos Cano, Grosso, Morente, Domínguez Ortiz o Cazorla, y tantos otros intelectuales, humanistas o artistas comprometidos con su tierra.

Los intelectuales y los artistas son hoy más necesarios que nunca, en una tierra sensible a la fuerza de las ideas, de las utopías y de las emociones. Una tierra que ha redescubierto, como está ocurriendo en Málaga, la capacidad generatriz y de cambio de las humanidades y de la cultura. Urge pues, un cambio sustancial en las universidades y en la educación hacia su investigación, su apoyo y su difusión. Urge también que las universidades, que están ahora deslumbradas por un espacio virtual despersonalizado, recuperen uno de los grandes objetivos de los 70: no olvidar el proyectarse en su entorno, servir a la sociedad cargada de problemas que les rodean. Porque esta Andalucía, no es solamente fruto del progreso económico y social. Es fruto también de las ideas y de la cultura, que son las que dan sentido al conjunto, las que nos ligan a un proyecto común. Y las ideas siguen siendo patrimonio de las humanidades y las artes. Tan olvidadas, tan castigadas por la burocracia y la fiscalidad, y por la expansión de un nuevo ideal, el de la tecnología como principal factor de progreso, que ha dejado a la sociedad vacía de pensamiento, de perspectiva, de sensibilidad y, en última instancia, de sentido. Una sociedad que es cada vez más, como estamos comprobando, presa fácil de quienes carecen de los más mínimos sentimientos de apego a la democracia y a la libertad, pero que saben controlar y manipular los mecanismos que adormecen la inteligencia e intoxican a la ciudadanía.

*Arcas Cubero es profesor iitular de Historia Contemporánea de la UMA