En tiempos donde los nacionalismos y los soberanismos campan por sus respetos, que quieren imponerse desde dimensiones muy demagógicas y exigen ser pueblo rompiendo la unidad de España, aparece Andalucía y su sueño inacabado de ser pueblo para España y la Humanidad, tal cual proclama su himno. Es cierto, siguiendo las tesis del profesor Clavero Arévalo, que definir a Andalucía como pueblo es hartamente difícil, porque nos faltan algunas de las características que así podrían definirlo: la raza, la lengua, el derecho y las instituciones propias, pero no es menos cierto que el derecho a ser pueblo, a sentirnos como pueblo nos lo ganamos en las urnas el 28 de febrero de 1980. Tenemos ese derecho y nos hemos dotado de unas instituciones, de ellas el Parlamento donde reside el poder del pueblo andaluz. Lo que está por ver es si después de tantos años hemos sido capaces de superar los localismos y los frustrantes provincialismos que nos impiden vernos como pueblo unido y el reconocimiento de la enorme personalidad de Andalucía como escribió Julián Marías.

Por eso es necesario en fecha tan señalada dar algunas pinceladas de nuestra reciente historia, la que parece haber interés por ocultar o al menos silenciar porque para muchas conciencias sigue siendo molesto que Andalucía, el pueblo andaluz, se levantara el 28 F en las urnas. Fue el comienzo de que la dignidad anidara en el pueblo y se sacudiera tantos años de miseria, de olvidos, de humillaciones y alzara la cabeza ufano de una fecha que fue como la seña de identidad que se gravó a fuego en la piel de millones de andaluces. Es lo que soñó el padre de la patria andaluza Blas Infante.

Estoy con José Rodríguez de la Borbolla cuando afirma que los andaluces hasta el 28 de febrero de 1980 no habíamos ganado, nunca, batalla alguna. Pero este 28 F sin unos antecedentes no hubiera sido posible. La primera escaramuza, si se quiere, la tuvimos el 4 de diciembre de 1977, una escaramuza teñida con la sangre de García Caparrós en Málaga. Y otra la vivimos el mismo día del siguiente año en Antequera con la puesta de largo del estatuto de la preautonomía, gracias al entonces primer mandatario andaluz Plácido Fernández Viagas con el decidido apoyo y calor de los partidos de izquierdas. Sin estas dos fechas previas al 28 F y sin el empuje de la izquierda nada hubiera sido igual.

Coincido con el sociólogo y periodista Antonio Zoido cuando dice que imperó un cierto leninismo en la puesta en marcha de la autonomía andaluza cuando los ayuntamientos gobernados por la Candidatura Unitaria del Trabajo (CUT), hermanos de sangre reivindicativa con el poderoso Sindicato Obreros del Campo (SOC) dieron el primer paso para caminar por el artículo 151 de la Constitución. Pendiente está el homenaje y reconocimiento a aquellos alcaldes que fueron los primeros en tirarse a una piscina donde no había agua y que recuerde el hecho insólito de lo que se llamó, con acierto, «Caminantes por la Autonomía» que lideró Paco Casero y que con un grupo de jornaleros y algún despendolado estudiante de la izquierda bolchevique salieran de El Rubio (Sevilla) en viaje a pie de ida y vuelta hasta Almería, en plena canícula, temperaturas de 40 grados, ampollas en el cuerpo y en el alma porque cuando llegaban a pueblos gobernados por la derecha eran poco menos que apestosos viajantes a los que se les negaba un techado, un pedazo de pan y un trago de agua.

Está claro que sin la activa y mediática actividad, sin la fuerza y el ardor guerrero del presidente Rafael Escuredo no se hubiera conseguido ganar la batalla. Homenaje a aquel «comando autónomo» formado por el propio presidente y tres colaboradores amigos entrañables, Enrique García Gordillo, Luis Hernández y el chofer del Seat 1.500 de color rojo que recorrió toda Andalucía para levantar la bandera de la autonomía. Nunca nadie con tan pocos medios consiguió tanto. Y no puedo dejar de pensar en la parafernalia montada por los soberanistas catalanes; ustedes me entienden.

Hay análisis muy sesudos y serios sobre lo que para Andalucía significó el 28 F y posterior consecución del Estatuto en octubre de 1981. A las pruebas me remito. Andalucía es una comunidad que ha conseguido romper tantas ataduras del pasado, tanto olvidos y humillaciones, que de enviar a la emigración en los años setenta un millón de personas es ahora tierra de acogida. Una sociedad en los años setenta crucificada por el analfabetismo y la opresión de los jornaleros, sin más derechos que el de ser explotados. Todo saltó por los aires con la autonomía y el autogobierno andaluz, aunque sean muchas las rémoras que atascan el crecimiento que todos quisiéramos. Y si se ha avanzado en bienestar social, en derechos y libertades, no es menos cierto que Andalucía no consigue superar sus localismos, focalizado en muchas ocasiones al primar propuestas y acciones poco solidarias enraizadas en los llamados reinos de Taifa, al que tan dados estamos en tierra de conquista y reconquista.

No hemos conseguido superar los viciosos y castrantes provincialismos y en ocasiones parece que estamos hablando como si hubiera 8 «andalucías» pese a los deseados intentos, pero hasta ahora sin mucho fruto, de plasmar en fundaciones y asociaciones de diversa índole la necesidad de superar las fronteras para, tal y como lo ha definido el profesor Clavero Arévalo, alcanzar el supremo bien del «ser andaluz».

No me resisto a recordar cuando algunos descerebrados políticos granadinos y almerienses, militantes y dirigentes de la extinta Unión de Centro Democrática (UCD), se inventaron y lucharon por dividir Andalucía en dos territorios, la occidental y la oriental a la que quisieron unir a Murcia. Demencial, pero así fue. Años después no somos capaces de hacer Andalucía, de sentirnos como pueblo y estar unidos en una comunión de intereses de Estado.

Hoy Andalucía es otra, tiene vida; el andaluz siente su tierra como algo suyo, se identifica con su historia y con su lucha por alcanzar la dignidad que le había sido arrebatada. Hoy ser andaluz es un orgullo.

*Mellado es presidente del Consejo Social de la Universidad de Málaga