Nunca guardaron el más mínimo rencor. Ni siquiera dejaron de mirar a España como una experiencia divertida, aunque a ratos incomprensible y un tanto depredadora con sus tótems. Desde que se colgaron el bajo y las guitarras, en 1976, en pocas ocasiones habían visto, bajo los espantajos de los focos, tantos huecos en blanco entre el público. Los jóvenes y los melómanos no acababan de entenderlo. Era la primera vez que la banda, referencia indiscutible de los ochenta, visitaba Andalucía. Y, pese a la ceguera de buena parte de la prensa, más ocupada en esos días en las regatas y en los chalaneos de la vida en rosa, había muchos ingredientes que convertían el concierto en un acontecimiento único. El éxito mundial de Blue Monday, la muerte, todavía cercana de Ian Curtis y hasta los teloneros, Cabaret Voltaire, Pepe El Habichuela y Enrique Morente, al que puede que únicamente le faltaran cinco años para abombar su pañuelo y ponerse a cantar junto a la batería y las tinieblas de los sintetizadores.

Con una prosa negra, bailable y densamente melancólica, los británicos New Order habían logrado conmocionar el panorama musical e imponer una manera de entender el ritmo y las ojeras que ya en esos tiempos, tan dados a la melaza y la velocidad de las radiofórmulas, parecía dispuesta a expandirse y superar en permanencia a sus propios protagonistas. El cuarteto de Manchester, de reinvención en reinvención, acababa de publicar su segundo disco, el mismo, Power, Corruption & Lies, que les confirmó en el uso de un lenguaje nuevo, mezcla de punk y de los ritmos secuenciales de bolas de cristal y peinados artificiosos que empezaban por entonces y paradójicamente a decolorar el mundo. Peter Hook, Stephan Morris y Bernard Sumner, a los que se unió Gillian Gilbert, habían conquistado una cima que casi siempre se supone imposible, ser mucho más que el epígono de su anterior grupo, los legendarios Joy Division. E, incluso, hacer que 1984, el año de reminiscencia argólica, fuera mucho más que el tercer aniversario de la desaparición de Ian Curtis. En esos meses, en ese verano, en todas partes se escuchaba y se movía la nuca al paso que marcaba New Order y su lunes dichoso y azulado. Y más en tierras como la Costa del Sol, de heterodoxa influencia británica.

La banda, pilotada todavía por Factory Records y Tony Wilson, había planteado una gira europea que integraba a España al estilo de los

colosos musicales; prescindiendo de fiestas de patronos, de ciudades medias y escenarios llenos de humo y de tabarra. Solamente Madrid y Barcelona, a las que se había unido Valencia y Marbella, que en aquellos años, muchos más salvajes que los del Starlite, no escatimaba en conciertos internacionales. New Order venía a la provincia. Y, además, de buen humor, con unos integrantes que, pese a la poesía oscura de Ian Curtis y el trauma de su suicidio, no dejaban ser un poco lo que aparentaban: un puñado de jóvenes con ganas de pasarlo bien, más parecidos en el fondo a los adolescentes enflaquecidos y gamberros que apedrean el paso del tren en los pueblos diminutos de Inglaterra que a un círculo de autodestrucción fundado por iluminados. El crítico y periodista Ignacio Juliá, que los acompañó en el viaje, lo resume perfectamente para la revista Rockdelux: «Bernard Sumner, el cantante, entonces un rubicundo Adonis, solo pensaba en fumar petas y meterla», escribe.

En Marbella, sin embargo, la actuación resultaría más aparatosa de lo previsto. El retraso en la comparecencia de los teloneros hizo que la banda entrara en escena de madrugada, casi en la frontera para la música en directo que imponía la ordenanza, incluso en el propio estadio del municipio. New Order estuvieron frenéticos, aunque apenas tocaron en directo durante cincuenta minutos. La fugacidad no impidió que se vivieran momentos de peso para la historia musical de la Costa del Sol; la cercanía de Morente y El Habichuela con los de Manchester. Y el sonido de Blue Monday y de Ceremony, la última canción presentada en directo por Ian Curtis y por Joy Division. En plena disgregación y brega interna, Bernard Sumner reconoce que se acuerda del concierto. Y no con resentimiento, sino con todo el exotismo de un tiempo difícilmente repetible para la banda y para el sonido de la costa.