Guerra entre Playboy y Penthouse, las revistas eróticas más populares de todos los tiempos –bueno, algunos les guardan un importante cariño a las míticas Lib y Ratos de cama, pero eran más guarris–. El grupo propietario de la segunda quiere comprar a la primera, afectada por, dicen, la mengua de la publicidad y la proliferación de la competencia –vamos, internet-.

En mis tiempos niños, tenía un grupo de colegas que, de tiempo en tiempo, se gastaban su asignación semanal en comprar una publicación subidita para leerla. Solían adquirírsela a un quiosquero muy carismático que había cerca del barrio, un señor con pinta de volao que mantenía un simpar odio a Playboy; de hecho, creo que nunca les despachó un ejemplar de la revista de Hugh Hefner por el siguiente argumento: «Éstas mujeres no las vais a ver en vuestra vida; si es que son de verdad... Así que, tomad, mujeres como las que os vais a encontrar». Y les daba una publicación de baja fidelidad. Qué tiempos.

El caso es que se coma Penthouse a Playboy o no, lo cierto es que en este tipo de asuntos libidinosos lo que está ganando la batalla del dinero a manos llenas es internet y, sobre todo, esa cultura de lo amateur tan deleznable: lo que mola ahora son los cutrevídeos de tipas en calcetines con cara malfingida de vecinita de al lado.

Estética

Estoy totalmente en contra de esa estética: convierte el sexo en un asunto doméstico –sus escenarios suelen ser comedores, habitaciones alquiladas llenas de posters manguis; o sea, como los sitios que solemos ver en una teleserie española cutre–, rebajando hasta el mínimo sus componentes soñadores, emotivos y, sobre todo, aspiracionales. Da la sensación de que ya sólo se quiere ver a señoritas factibles, adecuadas a nuestro estado y status, en vez de solazarse oníricamente con chicas pluscuamperfectas, vestidas de sueño y sudor inodoro –sólo los menos informados de la vida pueden encontrar frustrante un sueño; lo frustrante es no soñar, sobre todo cuando uno es adolescente–. Es como la diferencia entre el escope de una película y la pantalla grandona, plana y tonta de un telefilme. Y ese salto es verdaderamente terrible, en mi opinión; ese salto es el que nos diferencia de los burros.

Me gustaría encontrarme ahora con el quiosquero carismático para preguntarle si se siente a gusto con la proliferación de mujeres con calcetines para asuntos calientes –parece el título de una S cutre; lo siento, de veras–. Esta especie de mezcla entre Hugh Hefner de barrio obrero y educador anti-John Keating –el profesor de El club de los poetas muertos, ése que animaba a sus alumnos a perseguir sus sueños creativos vía carpe diem– finalmente ha logrado su objetivo de doctor loco: que los que surgen a la vida disfruten exclusivamente con las mujeres con las que se supone que pueden disfrutar, que produzcamos gente pequeña con miras igual de pequeñas. Hasta a la hora de cerrar los ojos. Decididamente, malos tiempos para la erótica.