Recuerdo con ilusión el interés con el que hace muchos, muchos años acudí a la exposición de Ángel Idígoras titulada Visitantes imposibles. En ella, el dibujante retrataba a músicos y actores que jamás veríamos los malagueños por nuestra ciudad. Entre otros, pintó a los Beatles tocando en el Eduardo Ocón; a Alfred Hitchcock dándole de comer a las palomas del Parque; a Harold Lloyd colgado del reloj de la Catedral y a la Familia Monster en la Alcazaba. No había rastro de Bob Dylan en aquella muestra. Lógico: Idígoras sabía que el autor de Masters of War podría pasar un día a tocar por estas tierras. La posibilidad era remota. Descabellada para muchos (aunque los todopoderosos Rolling Stones ya habían afilado sus guitarras en la explanada del Puerto). Pero sucedió. El 17 de abril de 1999 –justo al año siguiente de la visita de Jagger y Richards–, el compositor de Minnesota se enfundó un traje negro, se colgó una Gibson acústica y saltó a la arena de La Malagueta para ofrecer un recital delicioso que nos dejó a todos boquiabiertos. La primavera nunca volvió a ser la misma en Málaga tras el paso de Bob Dylan. La vida entera te cambia cuando te golpean los estribillos de Don´t think twice, it´s all right, I shall be released, The Times They Are A-Changin´ y Blowin´ in the wind, algunos de los temas que interpretó en el ruedo malagueño. No digo nada nuevo al afirmar que en los versos de sus temas están encerradas todas las esencias de la música contemporánea. Y que Dylan es inmortal desde que tenía veinte años (hace ahora medio siglo). Hoy es un artista septuagenario y el mundo se lanza al recuerdo y el elogio de su obra. A él le importa un pimiento lo que piensen y lo que digan. Siempre ha sido así. Y yo sonrío al imaginarme una nueva entrega de esos Visitantes imposibles, en la que ya nunca podrá aparecer. Porque no fue un sueño: Dylan estuvo aquí.