«El día que yo me muera que me echen 3 en 1 porque yo me quiero ir sin hacer ruido ninguno». Lo declaró en una entrevista a Pepe Zapata no hace mucho Rockberto, el cantante de Tabletom; uno de esos chispazos de genio que argumentan por qué tanta pasión y devoción por la figura de un espíritu libre, destartalado, irresponsable y surrealista para muchos. Pero ayer murió e hizo mucho ruido. La Málaga libérrima –libertaria, dirán algunos– y la subterránea, la que sale de noche y se oculta del sol, la excéntrica y la desastrada, la jipi y la pirata, se ha quedado sin su profeta. El vocalista falleció a los 60 años la madrugada del sábado en el Hospital Clínico tras varias semanas de lucha contra unos severos problemas respiratorios pero, en el fondo, contra una vida de libertad y sin retrovisor, la que él mismo siempre quiso llevar y la que le inspiró unas coplas, como a él le gustaba llamar a sus canciones, que siempre, quizás ahora más que nunca, han estado en las nubes.

Y eso que parecía que iba a salir de ésta: la semana pasada, Rockberto abandonó la Unidad de Cuidados Intensivos y no dejaba de pedirles cigarritos a todos los amigos que le visitaban. Parecía que iba a restablecerse –en la medida de sus posibilidades: «Roberto siempre ha estado igual de pasao, o sea, hecho polvo», resumió una vez Perico, uno de los dos hermanos Ramírez que han tratado de mantener en pie musical y personalmente al cantante durante más de tres décadas–, como lo logró tras otro susto por su salud hace dos años. Pero no ha sido así.

Esencia

Roberto González Vázquez ponía en su DNI. Nació en la calle Cotrina, en el malagueñísimo barrio de La Trinidad, y desde siempre fue a la suya, hasta convertirse, como gustaba de definirse, en «un poeta que no sabe escribir y un músico que no sabe de música», alma de un grupo que lo mismo hacía un homenaje a Emilio El Moro que trufaba sus partituras de pasajes instrumentales de rock progresivo o freak, tipo King Crimson y Zappa. Rockberto se pasó buena parte de los 70 viviendo en una comuna, donde aprendió las lecciones que pondría en práctica el resto de su vida. ¿El último hippy, como le están llamando algunos? Puede ser: «No compren el disco de Tabletom, que lo pirateen. No hay en el mundo dinero para comprar los quereres ni el arte verdadero. Nosotros damos el arte y tú ya me corresponderás con lo que puedas, con una barra de pan si eres panadero, por ejemplo», respondió una vez a un periodista jerezano –por cierto, el reportero le pidió un saludo para Jerez, y Rockberto improvisó: «Un saludo para Jerez, porque yo tengo los riñones al jerez, y no me los pongo del revés, porque no puede ser»–. Por eso, muchos recordaban ayer cómo el cantante a veces pedía «buchitos» de cerveza a los que daban cuenta de una birra en un parque. Así veía él la vida.

Y quizás también por eso nunca llegó al éxito absoluto y se quedó con el prestigio y la devoción que se les profesa a los talentos casi secretos. Especialmente en su ciudad, porque muy pocas veces una banda, una persona, resume la esencia de una ciudad y de sus habitantes. Pero Rockberto y sus Tabletom lo hicieron, porque como ellos, muy pocos; aunque parecidos, bastantes: Extremoduro o Marea, entre muchos grupos que se acercaron al culto de Tabletom para terminar facturando carreras más provechosas en lo comercial, son discípulos rockbertianos hasta la médula.

Pero los de Málaga siempre caminaron en su propia acera: empezaron, bajo el amparo del productor Ricardo Pachón, grabando en los estudios donde registraban Julio Iglesias o Rocío Jurado, para terminar, por no hacer concesiones... «Sin comernos un rosco, musicalmente hablando. Parece que somos muy famosos y en realidad... Siempre estamos luchando para poder tocar en Málaga», resumió Perico para La Opinión hace unos años, con motivo del trigésimo aniversario de la banda. Aunque Rockberto siempre lo vio de otra forma: «¿El mejor recuerdo de la historia de Tabletom? Pues cuando tú estás muy bien, todo suena muy bien y la gente está muy bien y se pone muy bien. Como ha habido momentos de ésos digo que hemos conquistado el mundo, pero desde Málaga».

Es una lástima que el vocalista no haya podido asistir al macrohomenaje que se le estaba preparando. Por un lado, el 4 de junio tenía previsto ofrecer un concierto con amigos y colaboraciones –para convertirse en DVD– como inicio de su gira de despedida; de otro, poco le ha faltado para ver cómo una rue de Málaga terminará llamándose Calle Tabletom, a propuesta de IU aprobada en pleno. Y también es una pena que no haya podido asistir al estreno de Todos somos estrellas, un documental sobre la banda malagueña a punto de terminar su montaje. Salvador Marina, uno de los productores, ayer apenas podía hablar: «Este trabajo ha sido y está siendo algo complicado, porque resumir en hora y media tantos años de música, tantas personas y con Rockberto en el centro de ese universo... Lo que queremos es ofrecer las lecciones de Rockberto, que siempre se tomó las cosas lejos de la fama y del éxito, que vivió y creó de una forma muy especial. Perdone, no puedo hablar más, no me puedo enrollar más». Marina estaba en Parcemasa –más información en la página 46– y acababa de ver y oír a Perico Ramírez tocándole a la guitarra una coplilla a su difunto amigo y colaborador.