Tenía yo en aquellos entonces unos dieciséis años. La democracia se encontraba a casi dos de la entrada de Tejero en en Congreso y Málaga, como ahora, era una ciudad de parados pero aún más destartalada y oscura. Navidades y aquel día uno de enero Tabletom junto con otros grupos tenía previsto actuar en un campo de fútbol próximo a las cocheras de los autobuses que se encontraban en Pedregalejo, porque allí cabía casi toda la flotilla de autobuses de Málaga. Una ciudad de segunda o tercera categoría, oscura y sucia, en la que ir por los alrededores de la Plaza Mitjana daba miedo, pero con un grupo de música que brillaba con una luz muy fuerte en aquel extraño panorama de la música española de principios de los ochenta, donde en un mismo encuentro convivían por ejemplo el jazz-rock de los catalanes Iceberg, la bonita aventura del rock andaluz de Imán, con grupos melódicos como Bloque. ¿Y Tabletom? Siempre tuvieron como cualidades su difícil clasificación, junto con la pasión incondicional de sus seguidores. Que yo sepa no queda en activo ninguno de aquellos grupos pasotas en cierta manera y que pretendían sobre todo hacer la música que desde América o Inglaterra estaba llegando a España con varios años de retraso.

En muy poco tiempo aquellas melodías largas y virtuosas, rara vez vocales, quedaron enterradas por canciones cortas con melodías breves y repetitivas que primaban la diversión sobre la técnica y daban a la voz un papel muy importante sobre los demás instrumentos. Había llegado la modernidad del punk, el ska y la nueva ola y a Tabletom lo había pillado con un solo disco en la cartera, el Mezclalina. Una vez más volvieron a brillar las dos cualidades a las que antes aludí y ni pudieron quedar clasificados en una de las corrientes musicales al uso, ni fueron abandonados por su grupo de seguidores que a lo largo del tiempo no ha hecho más que aumentar su número y extensión geográfica.

Tabletom no ha cultivado la fama, sino el prestigio. Como los buenos productos artísticos ha permanecido ajeno al mercado, inamovible frente a las modas e inoxidable como las ideas bien temperadas. Es todo un fenómeno en la música española contemporánea que se ha ganado un respeto sin ambages gracias a su trabajo y no a campañas publicitarias.

El triángulo armónico compuesto por José Ramírez (Pepillo), Pedro Ramírez (Perico) y Roberto (Rockberto), ha conocido el vinilo de microsurco y larga duración, el vinilo de corta duración «Escondido en un portal te estoy esperando...», el cedé «Es la parte chunga de nosotros mismos, es la parte chunga de nosotros mismos» y no sé si los actuales instrumentos de difusión musical a través de internet. Su mundo, como el mío, recorrió un amplio trecho ajeno a los ordenadores; sin embargo, ellos han sabido mantenerse en su propio sabor sin colorantes y, por desgracia, como hoy nos ha enseñado Roberto, sin conservantes.

Un grupo de primera que surgió de una ciudad oscura y destartalada, pero donde anclaron sus raíces. Muchas veces he sentido el pequeño orgullo de poder decir a algún foráneo que sí, que Tabletom es de mi ciudad y que siguen –seguían– en activo.

Aquel concierto en aquella navidad ya lejana comenzó con mucho retraso y no pude oírlo. Creo que conozco todas sus canciones editadas y no sé en cuántos conciertos habré estado. No sé si Tabletom podría haber sido famoso, reitero que cultivaron el prestigio. Sí soy consciente de que toda libertad tiene un precio y ellos lo habrán pagado. Roberto, desde luego, creo que con gusto, inoxidable e inmutable. Gracias por tantos buenos ratos al socaire de tus coplas.