Tenía cuatro nombres –Jorge, Luis, Isidoro y Francisco– y un laberinto de infinitos recovecos y matemáticas en su cerebro. De hecho, Borges sigue siendo inabarcable, incluso a los 25 años de su muerte, que se celebraron justo ayer en todo el mundo entre la admiración y el pasmo que sigue aún provocando la obra del hombre que moldeó el thriller teológico, la gramática utópica, los bestiarios lógicos y los silogismos ornitológicos, entre mil invenciones más. El mundo entero recordó ayer, 14 de junio, al autor de El Aleph con múltiples iniciativas, que hasta incluyeron la construcción de un laberinto en Venecia.

«Uno llega a ser grande por lo que lee y no por lo que escribe», dejó dicho y escrito el escritor, para quien el paraíso era una biblioteca. De hecho, murió aprendiendo: cuenta su viuda, María Kodama, que Borges, con el cáncer hepático y el enfisema pulmonar atrapando su vida progresivamente, dedicó las últimas semanas de vida a estudiar árabe con un profesor egipcio de Alejandría. El genio que quedó ciego a los 55 años se había retirado a Ginebra para que sus compatriotas no hicieran de su agonía un espectáculo televisado. Allí murió y allí sigue descansando, a pesar de las múltiples iniciativas que han tratado de rescatar los restos de Borges para volver a enterrarlos en Argentina, algo a lo que Kodama siempre se ha opuesto sistemáticamente.

A Borges le encantarían los múltiples recuerdos que se le dedicaron ayer, porque suya es la frase «Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos». Muchos escritores han evocado estos días al gigante. Como su compatriota Ricardo Piglia: «Todos teníamos una relación de fascinación y, al mismo tiempo, de distancia por el estándar altísimo que nos puso a todos su nivel de escritura. Pero había muchos que lo tomaban como un referente único...». «Dejó tanto pero tanto que su legado aún se está acomodando entre nosotros», concluye el autor, quien también argumenta que la narrativa latinoamericana actual está temáticamente más cerca de las «ciudades laberínticas» de Jorge Luis Borges que de la naturaleza mágica de García Márquez: «Hemos pasado de cierta mirada a las selvas, a los grandes ríos y a las grandes dimensiones de la naturaleza, para pensar en mundos de ciudades con un orden en caos, que Borges atribuía a la acción de un Dios que delira», concluye el autor de Plata quemada.

El escritor peruano Mario Vargas Llosa, tan admirador de Borges que el año pasado compró un manuscrito del argentino por 350.000 dólares, quiso ayer referirse en el aniversario a un hecho que todavía escuece mucho, muchísimo a los argentinos: «Hay muchos escritores que merecían el Premio Nobel y no lo han recibido, en lengua española; sobre todo, Borges. Me da un poco de vergüenza haber logrado un premio que no había recibido Jorge Luis Borges, probablemente el más grande escritor de nuestra lengua en nuestra época», declaró ayer el firmante de La ciudad y los perros. El propio Borges se refirió al asunto una vez: «Siempre seré un futuro Nobel. Debe de ser una tradición escandinava». Pero él mismo manifestó su deseo de «inventar un juego en el que nadi ganara». Él lo inventó: no sólo no ganó el Nobel, sino tampoco en la vida... «He cometido el peor pecado que un hombre puede cometer. No he sido feliz». Aunque, en realidad, poco le importaba eso al hombre que prefirió dedicarse por entero a la literatura, más a leerla que a escribirla, que a enamorarse y disfrutar de las luces y las pasiones con que asociamos la existencia humana.

Con galardones o sin ellos, la obra de Jorge Luis Borges sigue editándose y sigue descubriéndose o redescubriéndose por los más curiosos lectores del mundo. Todos, encantados de perderse en el laberinto, en los múltiples laberintos de la fabulación.