Te esperaba, M. Con un cigarro en la mano te esperaba, dibujaba tu rostro entre el humo de mi cigarro, de mi cigarro entre el sonido de las olas, las olas entre el carrusel de la ciudad desperezándose de nuevo a las ocho de la tarde. Te esperaba recorriendo el paseo marítimo desde Pedregalejo, contando las calas, contando mis pasos, contando las toallas que aún reposaban sobre la arena. Te esperaba poniendo la playa boca abajo, como si la marea hubiera sido capaz de tragarse algún trazo de tu luz.

Me gustaba perderme y ser alguien más en mitad de la nada, ser una mancha de color contribuyendo a pintar ese paisaje en movimiento que iba creándose a mi alrededor. Yo era algo sin nombre, sin destino, y me bastaba. Tú, M, eras muchas cosas. Eras esa mano que despeina el cielo y de repente trae las nubes, la voz de las gaviotas regresando a casa, el murmullo de calle Larios y su tráfico de vidas observando los escaparates, eras el punto de encuentro y de pérdida, el lugar reservado para el vendedor de almendras, el cuchillo de la madrugada afilándose sobre los cuerpos y los bares abiertos, eras todos estos rostros con los que se chocaban mis ojos. Eso eras tú, M, porque tú tenías la inicial de este lugar, eras todos y cada uno de los que había conocido e incluso imaginado, eras todo aquello que fue mío y que había deseado siempre. Esta ciudad eras tú.

¿Cómo podía entonces escoger un solo lugar? No podía porque lo amaba todo, amaba cada rincón que incluso llegué a odiar alguna vez, amaba los silencios y los gritos, los espacios vacíos y la multitud. Amaba estar ahí, en alguna esquina o algún centro de ese todo.

Así que te esperaba, M, revolviendo con ansias cada instantánea de vida que iba encontrándome, y el verbo esperar quizá sustituía a buscarte, a buscarte a los pies de La Farola, a recorrer el parque mirando de reojo a esos otros que también esperarían caminando sin tener un lugar adonde ir, esos otros que, como yo, simplemente nos dejaríamos deslizar por cada rincón de esta ciudad.

Sabía que tenía que marcharme pero, hasta entonces, yo intentaría aprendérmela de memoria, aprenderme cada esquina, cada atajo, cada curva, cada bache, cada portal, cada calle, como si de mí dependiera su oxígeno y su respiración, como si de mí dependiera que continuase en ella la vida. Antes de que llegase el momento, me la tatuaría sobre la piel y sobre la memoria hasta ser capaz de hacer latir esta ciudad en mí, de proyectar esta ciudad en cualquier parte. Sólo entonces te habré encontrado, M, sólo entonces así podré empezar a buscarte de nuevo en otros sitios, a bautizarte con otras iniciales, a crearte nuevos cuerpos llenos de otros adjetivos y otras imágenes distintas, a acumular la belleza en ti.

Aquí estás por fin frente a mí, M. Eres todo lo que he vivido. Mientras tengo entre mis manos el billete para el próximo vuelo, te muestras más desnuda que nunca, eres hermosa y frágil, tiovivo de recuerdos, de lágrimas, de sabores, de llamadas inesperadas, de días de colegio, de soles, de miles de nacimientos. Brillas ante mí. Eres por primera vez una, completa, mágica, un hogar en movimiento que se extiende sobre todo los mapas. Pero mientras suena el motor del avión, mientras despego y miro hacia abajo, sé que no necesito despedirme de ti, sé que de algún modo no me estoy alejando. Sé que ahora no me marcho, sé que no me marcharé nunca, porque puedo llevarte conmigo.

Aquí estás, por fin, dentro de mí. Hola, M.