leopatra salió del baño, por fin, envuelta en un albornoz blanco. Estaba más hermosa que nunca. A pesar de mi malhumor, tenía que reconocer que la espera había merecido la pena.

Reclinado en el alféizar de la ventana, impasible, seguí fumando un cigarrillo. La escasa luz que provenía del baño confería una atmósfera especial a la escena.

–Me gusta tu albornoz –dijo recreándose en su tacto–. ¿Sabías que es algodón egipcio cien por cien?

–Si tú lo dices...

–Admiro a los tipos como tú. Sabéis apreciar las cosas buenas de la vida.

Di la última calada y lancé la colilla a la calle.

–Quiero preguntarte algo –dijo caminando hacia mí mientras se acicalaba el cabello, aún mojado–. ¿Me quieres?

Sus ojos brillaban en la penumbra del apartamento.

–¿Es una broma? –pregunté.

–¿...?

Su rostro era la más pura expresión de extrañeza que he visto jamás.

–No eres de fiar –me apresuré a decir. Sin contemplaciones. Había que ir al grano–. Intrigaste para matar a tu hermano Ptolomeo XV, engatusaste a Julio César para que enviara sus tropas a Egipto a defender tus intereses, llevaste a Marco Antonio al suicidio...

Ella no daba crédito a sus oídos.

–Y por si fuera poco tú t...

–¡Para, para! –acabó por estallar–. O serás capaz de acusarme también del incendio de la Biblioteca de Alejandría, ¿verdad?

–Claro que sí... Indirectamente, al menos.

Sus ojos, antes luminosos, despedían ahora furiosos dragones que me amenazaban con sus dentelladas.

–¡No he venido aquí para que me des una clase de Historia. Ni para escuchar un sermón. Dijiste: «Ponte cómoda mientras sirvo un par de copas». Y ya ves...

–¡Eso fue hace hora y media! Y no me gusta beber a solas –murmuré.

–¡Qué impaciente! Ni siquiera has respondido a mi pregunta... –insistió.

(¿Y cuál era la pregunta? ¡Ah, sí!)

–Quererte... Más bien deberías preguntarme si te tengo miedo... Te corroe la ambición, querida Cleopatra.

Sonrió con aparente cansancio.

–No seas tan arisco... Me recuerdas a Octavio Augusto cuando te pones en ese plan. Además, todo eso ocurrió hace dos milenios.

–Me da igual. Hay mujeres que no cambian nunca...

Durante unos segundos estudió la estrategia a seguir. Estaba deseando empujarme contra las cuerdas. Al final optó por comportarse como una dulce gatita. Me tomó por la cintura y dejó reposar la cabeza en mi hombro. Sus manos suaves incendiaron hasta la última célula de mi cuerpo.

–Lennie, querido. Cualquiera diría que nunca has roto un plato –dijo al tiempo que me quitaba el sombrero para luego lanzarlo hacia atrás, al azar.

Y mientras ella me colocaba el cuello de la camisa:

–No es eso... –quise excusarme.

Después de un silencio:

–¿De veras no me quieres... ni siquiera un poquito? –preguntó con estudiada ingenuidad.

Cleopatra sabía ser encantadora. Encantadora y letal. Amaba con la misma astucia con que hacía política de Estado.

Pese a todo, y para mantener intacta mi dignidad, me negué a responder.

Así estuvimos largo rato, meciéndonos en silencio en la oscuridad del salón de mi apartamento. Por la ventana abierta se colaban las melodías del piano de Duke Ellington, que aquella noche tocaba con su banda, abajo en el Cotton Club.