¿Recuerda cuando fue la última vez que compró un CD? La respuesta variará notablemente si está leyendo este artículo en la edición en papel, o si está acostumbrado a acceder a la edición digital de La Opinión de Málaga a través de su tablet o de cualquier otra pantalla, e ilustra uno de los caminos probables de la edición tradicional: quedar reducida a un consumo residual.

Llevan años asustándonos con la cantinela de que «el libro digital matará al libro en papel», y hasta el desembarco en España hace pocos meses del mayor portal de venta de ebooks, ese futuro parecía lejano, y ahora ya empiezan a proliferar las voces que anuncian el final de la industria editorial tal y como la conocemos. Sin embargo, hacer una comparación de la pelea entre la música digital contra el soporte en CD por un lado, y la del libro digital contra el tradicional en papel es falsa, en tanto que el libro es un formato que ofrece prestaciones insustituibles e inmejorables: la experiencia física, el libro como objeto, la bibliofilia€ que el CD no aporta (y que sí tenía el vinilo, que paradójicamente está siendo ahora recuperado), pero lo que sí está cometiendo la industria editorial, uno a uno, son los mismos errores que ha cometido la musical.

Cambios y obstáculos

El primer handicap está en el precio: el ebook no goza del IVA reducido que sí tienen las industrias culturales, pero eso no parece suficiente para justificar que un mismo libro cueste en soporte físico dieciocho euros, y en su formato digital algo más de quince. Si se han eliminado los cotes de maquinaria, papel, tinta, encuadernación y, sobre todo, distribución, ¿por qué no repercute eso en el precio?

Otro error es la inclusión de DRM (sistemas anticopia, que sólo permiten reproducir el libro en un par de soportes), de manera que si abres el ebook en tu pc y luego lo pasas a tu lector digital, ya no podrás disfrutarlo en tu tablet, tu móvil, tu portátil€ y mucho menos podrás prestarlo. Pese a que todas estas desventajas son evidentes, y el usuario sigue descargando los libros que quiere leer, no parece que los editores tradicionales estén dispuestos a ponerse al frente de este cambio tecnológico, por lo que esta nueva labor está quedando en manos de las pequeñas editoriales, secundadas por los propios autores: Lorenzo Silva, tras mucho pelear, ha conseguido poner en el mercado sus libros a precios razonables (entre cuatro y seis euros) y sin sistemas anticopia; Stephen King adelanta sus novelas en formato digital con preferencia para las descargas en móviles por entregas; la lectura en países donde la penetración de la tecnología es muy superior (Corea y Japón a la cabeza) se hace a través del teléfono móvil€ la lista podría ser más larga, pero nos detenemos aquí.

La respuesta española fue Libranda, un portal 1.0 condenado al fracaso desde que nació, incapaz de asumir algunas de las verdades del nuevo mercado: por un lado, una revolución tecnológica, no tan importante como la invención de la imprenta de tipos móviles, pero casi equiparable a esta; por otro, un cambio en los hábitos y la manera de consumir lectura, además de la llegada de una generación de lectores que ya no aprecian tanto el formato físico como la posibilidad de que la lectura se convierta en una actividad social precisamente gracias a Internet y sus casi ilimitadas posibilidades comunicativas.

Microeditoriales

Como decíamos, son las pequeñas editoriales las que están cogiendo el testigo del cambio hacia el libro digital. Baste un botón de muestra: es difícil que una editorial fundada en los últimos diez años no tenga todo su catálogo digitalizado, mientras que, por poner un ejemplo, Tusquets lo hizo hace tiempo, pero no se atreve a ponerlo en circulación por la red.

Cualquiera estará de acuerdo con que los buenos libros merecen la oportunidad de sobrevivir al poco margen de tiempo que tienen en los estantes de las librerías, a las campañas de venta cada vez más cortas y a la descatalogación. Pero, ¿y los malos libros? Para sobrevivir, muchas de estas microeditoriales ofrecen la autopublicación como una forma barata y sencilla de entrar en el mundo editorial.

Ocupémonos primero de la autoedición en papel: charlando con el director de uno de estos sellos, confesó tener la impresión de que hoy en día «hay más escritores que lectores», y si bien es una boutade obvia, es cierto que todo el mundo tiene una historia en la cabeza, y casi todos una novela en el cajón. Gracias al avance en la tecnología de la imprenta, ya hay lugares donde se venden libros bajo demanda: tú pides una edición de El Quijote con el tamaño de letra y gramaje del papel que desees, y en apenas veinte minutos tienes el libro impreso y listo para leer a un precio razonable. Si cambiamos El Quijote por la historia que cualquiera de nosotros ha escrito en sus ratos libres, tendremos esa realidad.

Si bien las posibilidades tecnológicas son el primer punto de apoyo de la autoedición, los otros dos no son menos importantes: la crisis, estado en el que parecemos instalados permanentemente y en todos los campos de la sociedad, que obliga a las empresas a tomar dos caminos. Por un lado, continuar con los sistemas de producción que les han dado fruto y que ahora les obligan a reducir plantillas y costes; por otro, innovar.

Y eso consiste en simplificar el proceso que va desde la idea hasta el libro publicado, con distintos niveles de eficacia, porque, no nos engañemos: las microeditoriales son el refugio del editor bibliófilo y del mercader astuto. En el primer caso, que es el menos abundante, sólo aceptará los manuscritos que concuerden con su línea editorial, que tengan una coherencia dentro de su colección y que tengan cierta calidad formal.

En el segundo, se publica cualquier cosa que llegue a sus manos, cobrando a tanto la corrección de faltas ortográficas y el diseño de la portada. El problema llega en el momento de la distribución: será difícil que vean en la sección de novedades de una librería un volumen publicado por el propio autor, o que en su presentación se reúna más gente a parte de sus familiares y conocidos. Son contados los casos de éxito, ridículos si los comparamos con el número de ejemplares que ven la luz. El paradigma es, sin duda, el Ulysses de Joyce, aunque la circunstancia de la publicación de este libro daría para otro artículo.

Lectores y lecturas

El tercer punto de apoyo, el más obvio, es el de los lectores: en nuestro país, destaca el caso de El bolígrafo de gel verde, que el propio autor distribuía en las librerías, firmaba a todos los que se interesaban por él y que acabó siendo fichado por Espasa para su distribución nacional. En el mercado anglosajón sí ha habido más casos de autores que han vendido sus ebooks por cientos de miles sin el apoyo de ninguna editorial, bien sea por el método del boca oreja, o por las plataformas de crowfunding: en este último caso, se pide a los usuarios anónimos que apoyen económicamente la publicación (sirve para cualquier tipo de proyectos, y pronto se estrenará El Cosmonauta, primera película financiada a través de las donaciones de los usuarios). Así, vemos que el comité de lectura de las editoriales se ve sustituido por los propios destinatarios finales del producto cultural, haciendo realidad la promesa de que, gracias a Internet, los usuarios son los que tienen la última palabra.

Todos estos filtros no evitan lo evidente: la baja calidad de la inmensa mayoría de los catálogos de esas microeditoriales. Podríamos decir que la profesión de editor está dividiéndose en dos, y hasta en tres disciplinas distintas entre sí, y que suponen tres trabajos diferentes: por un lado, el editor tradicional, con unos largos plazos de lectura, composición y distribución; por otro el editor-impresor que se limita a incorporar un ISBN y un código de barras al texto que le hacen llegar y cobra por ello, y finalmente el editor híbrido, que no puede abandonar del todo la edición tradicional ni quiere convertirse en un mero transmisor de manuscritos, son ellos los que realmente están marcando el camino del futuro editorial, y es encomiable la labor que hacen pequeños sellos como Minobitia, Ganso y Pulpo, Amphibia o Musa a las 9 a la hora de defender y definir la edición digital. Hoy en día es sencillo crear en poco tiempo una empresa, un portal de Internet y una forma de darse a conocer. Pero no hay por qué preocuparse en cuanto al futuro del libro: seguirá siendo difícil la adquisición de un criterio propio y de una línea editorial que atraiga lectores, que es, al fin y al cabo, lo que acaba diferenciando los libros buenos de los prescindibles.

Demonizar las descargas y la piratería no ha servido para salvar a la industria musical, ni tampoco ha acabado con la música: denostar el libro digital e impedir el acceso mediante pantallas a su contenido no hará que mueran los libros, sólo que desaparezcan los que se quejan de ello. Son los escribas del siglo XXI, arrinconados por la aparición de la imprenta. Aunque pataleen y se quejen, es su actitud arrogante la que nos puede llevar a que dentro de unas pocas generaciones alguien encabece un artículo en un periódico con la pregunta «¿Recuerda cuándo fue la última vez que compró un libro en papel?».