Leo: «El consumo de televisión ha marcado un nuevo récord histórico en febrero: 4 horas y 27 minutos de vistos por persona al día». La cosa ya sólo tiene una solución: que alarguen el día a 28 horas, por ejemplo, para que el porcentaje de tiempo que dedicamos a contemplar el plasma no nos deje tan en ridículo.

En realidad, es lo que pretenden los parrilleros -los programadores- de las cadenas: pergeñan unos programas cada vez más largos -Sálvame Diario llegó a durar el otro día ¡cinco horas!; las reposiciones matutinas de El coche fantástico enlazan capítulos como si la cosa no tuviera final-. Y, claro, nuestra concepción del tiempo se dispara; hagan la prueba: pónganse enterita, de cabo a rabo, Lo que el viento se llevó -238 minutos- y verán como lo que antes se antojaba un visionado épico ahora es algo razonable, asumible. La nueva teoría de la relatividad.

En realidad, en un país que se acerca a los seis millones de parados, la gente ya no tiene mucho más que hacer que ver la televisión, algo que se ha convertido en el sinónimo de no hacer nada -en realidad, la gente ya no es ni capaz de hacer nada-. Los adultos ponen Bob Esponja en plan non stop a sus pequeños después de que ellos hayan hecho lo propio con cualquier magazine matutino. Y hala, hasta mañana. Hasta que así lleguemos -llegará el día, créanme- a que tengamos la necesidad de coronar nuestros salones con dos plasmas y ver dos cosas al mismo tiempo, por ese afán nuestro de llenar casas con imágenes furtivas y voces de fondo. Y entonces revisaremos episodios de 24 y nos partiremos de risa con todos los que, en su momento, se confundían con tanta pantalla partida.

TDT. Pero la cosa se puede poner peor si tomamos en cuenta otro factor: con la irrupción de la TDT nos robaron cinco segundos. Sí, así de claro. Recupero un texto mío -perdón por la autocita- escrito dos años antes de que se impusiera la tiranía digital: «Mientras veía la tanda de penaltis del España-Italia [aquella gloriosa Eurocopa] en la casa de mis padres no tuve más remedio que quedarme en la terraza anexa al salón presidido por el televisor tedeitizado; pero allí me llegaba de los bares cercanos, analogizados, cada ¡Goool! o ¡Uuuyyy!, cinco segundos antes de que el remate exitoso o fallido se pudiera ver en el aparato de mis progenitores [...] El 3 de abril de 2010 ya no habrá desfase en absoluto: todos, sin excepción, mis padres y los de los bares cercanos, empezaremos a vivir retrasados». Cierro la cita.

Así que añadan esos cinco segundos diarios a las cuatro horas y 27 minutos que dedicamos cada jornada a ver la televisión. Qué tragedia ésta, como Gran Hermano pero al revés: la televisión nos mira cuatro horas y 27 minutos cada día y sonríe con dientes mientras devora poco a poco, con la eficacísima lentitud de una gota china, el tiempo que, al parecer, nos sobra de nuestras existencias.