Charlábamos el otro día –bueno, yo peroraba; usted, condescendiente, leía– sobre el cada vez mayor tiempo que dedicamos a ver la televisión. Seguimos hoy el hilo a propósito del estreno de la miniserie Mi Gitana, sobre una porción de la vida de Isabel Pantoja, que esta semana ha estrenado Telecinco. Si quieren la versión rápida: sí, un espanto total. Si quiere algo más de profundidad y llegar a otro tipo de asuntos, sígame.

Hay algo muy oscuro, tenebroso casi, en este tipo de producciones –como la también infumable Felipe y Letizia–: los que las hacen saben perfectamente mientras las ruedan que serán una mancha en su currículum –gente respetable como Miguel Albaladejo o Joaquín Oristrell han perpetrado cosas de éstas, meramente alimenticias–, los que han protagonizado lo que se narra se molestan al ver reducida su existencia a la caricatura, los que las ven lo hacen sin tomárselas muy en serio, directamente para partirse de la risa de la cutrez y los que cobran por analizarlas –los críticos de televisión, quizás la especie periodística más faltona e inmisericorde que existe– se lo pasan pipa destrozándolas mientras rebuscan mentalmente adjetivos más o menos rimbombantes para ello. ¿Lo ven? Es muy triste: todos, absolutamente todos son víctimas y verdugos en un episodio protagonizado por una insoslayable guillotina. Mal rollo.

En realidad, es el signo de los tiempos. Me explico. Yo distingo dos tipos de personas: los que prefieren hablar de las cosas que les encantan y los que sienten una terrible predilección por vociferar las que detestan –supongo que sabrán de qué categoría me gusta rodearme en mi vida–. Los primeros están abocados a la extinción porque, en realidad, tiene mucho más prestigio social odiar que adorar. Piénselo: ¿cuántas veces al día dice usted «odio esto» y cuántas «adoro esto»? Pero el cinismo actual, en su abracadabrante evolución para garantizar su subsistencia, ha logrado la mezcla de ambos conceptos, logrando, claro, la perversión de ambos: ¿no han escuchado alguna vez la frase ésa de «Es tan mala que es genial»? No sé usted pero yo no la soporto –perdón–. Me imagino a alguien sentándose en su sofá, preparándose para ver un producto estéticamente abominable –porque, créame, este tipo de cosas de culto se sabe de qué van antes de la primera imagen– y regocijarse en: a) la falta de talento ajeno o b) la impericia a propósito ajena. a) y b) nos llevan a la misma reflexión: qué triste son las cosas cutres.

Y luego está lo malrollero: se acordarán de que el otro día el presidente de la Asociación de la Prensa de Granada se sacó el cinturón para fustigar a una activista propalestina. Ana Rosa Quintana le llamó después, supongo yo que para que se explicara en directo y, claro, pidiera perdón. El hombre hizo lo segundo pero no le dejaron lo primero. Tratando de hablar la señora le cortó la comunicación. Así, por las buenas. Ah, claro, si resulta que le había llamado sólo para dejarle en ridículo y para que ella quedara como digna.