Salir en la tele es impúdico. En un periódico, también. Pero no podemos ser talibanes contra el exhibicionismo. De serlo, salir fuera de casa, del cascarón del hogar, sería un acto imperdonable de lucimiento. En fin, que abandonar el vientre de mamá sería el primer síntoma de nuestras genéticas ganas de exhibirnos, de mostrarnos, de contarnos. Así que no, no es eso. Creo que todos sabemos lo que es y lo que no es impúdico. La televisión, siendo la madre de todas las impudicias, tiene sus matices, sus gradaciones. Quizá el matiz esté en el sentido de la aparición pública en la pantalla, en el objetivo que se pretende alcanzar. También es verdad que nuestra sociedad no sólo fomenta sino que banaliza nuestra intimidad empujándonos a ir contando historias que a nadie, más allá del puñado de amistades, interesan. ¿Qué es Facebook? Una plataforma de suaves maneras pero de efectos corrosivos que cada cual gestiona en el límite de lo que cada cual considera que más allá de esa raya resulta descarado, y muchos usuarios la cruzan pensando que «todo lo que me ocurre, y se me ocurre», es relevante y ha de saberse. Twitter, igual. Y entonces llegamos a las praderas donde los egos floridos crecen como hongos, y empezamos a considerar que cuando Mercedes Milá comenta en las redes sociales que antes de morir su padre «lo dejé con su pijama y su bata de cuadros de toda la vida y le puse calcetines porque me lo pidió», podría ser un acto de generosidad, o que cuando, recién enterrado, presenta una nueva entrega de Gran Hermano alguien puede interpretar ese gesto como el de una profesional que separa sus sentimientos del trabajo, y es así, y hay que reconocerlo, pero entonces a qué viene ese numerito de decir que se pone una chupa de cuero porque su padre era motorista, y que ha traído una rosa roja del cementerio, cogida al vuelo en el último momento, para que «esté con nosotros esta noche». Enfrente, en otra calle que no es tan impúdica ni desvergonzada, Lorenzo Milá, su hermano, demostrando que hay sentimientos que no admiten histrionismos.

La ruina de Luis del Olmo

Uno creía estar a salvo de estos arrebatos de indecencia sentimental de determinadas personas, pero se ve que el mal se ha extendido y alcanza a gente de la que uno jamás podría sospechar. Estamos acostumbrados a que una madre anónima, con el cuerpo de su hijo aún caliente, responda hipando las preguntas de un capullo que se acerca a ella en una conexión para entrar en directo en los magacines de torticera actualidad, y que la mujer se venga abajo con las preguntas de fuego helado de la Ana Rosa Quintana de turno, y que la despachen con un gracias muy sentido por haber compartido con la gente su dolor. Jamás entendí cómo alguien se presta a estas intromisiones, qué motiva a alguien al que uno supone en estado catatónico dejar entrar a casa a un equipo de televisión, conectar luces, hacer pruebas de sonido, sentar a la víctima, sin comillas, así, víctima a secas, en el sofá del saloncito, y esperar paciente a que, cuando venga bien, se produzca la conexión y esa madre, quizá cogiéndole la mano al marido, plano que será servido en su momento para realzar el testimonio, que ya procurarán los carroñeros del estudio que sea desgarrador, se hunda más. Nunca entendí que una persona sensata se preste a ese juego inmundo y ruin. ¿Pero qué pasa cuando un hombre que ha dedicado su vida al periodismo, un hombre de prestigio, un Luis del Olmo premiado, reconocido, que tiene puesto su caso en manos de abogados va y lo cuenta como un chafardero ante una audiencia a la que ni la va ni le viene, pero ya que se lo sirven en el salón de su casa lo consume como se consume un cacho de carne? Pues pasa que uno, desde casa, se queda lelo. Luis del Olmo cuenta que su hombre de confianza, el que tenía hasta llaves de su casa, le ha birlado entre cinco y siete millones de euros. Y que quizá haya perdido su fortuna para siempre, «aunque aún me quedan algunos ahorrillos, tampoco estoy en la ruina». ¿A qué viene esa impúdica entrevista en Espejo público, no tan indecente por parte de Susana Griso, que hizo bien en conseguirla, como por un entrevistado con más tablas que la Isabel Pantoja de Mi gitana?

Astracanadas en familia

Si bajamos la escala, llegamos a otros niveles de miseria preguntándonos lo mismo. ¿Qué hace Boris Izaguirre prestándose al remunerado camelo de la charlatana Anne Germain? Ganarse la vida, como todos. Y para eso no le importa aceptar la invitación truculenta de Más allá de la vida, participar sin reparos en la payasada, aceptar entre lagrimitas vaguedades sobre la presencia en el plató de su niñera Victoria, y decir que agradece el contacto porque en su momento, cuando murió, no pudo despedirse. Es todo tan obsceno e hilarante que sólo con mucha jeta y mucho sentido del mercadeo de los sentimientos se puede participar en ese juego tan impúdico como barato. Entiende uno más a las hermanas Rebeca y Nuria Collado, anónimas maris hasta que exhibieron su opulencia como dos de las Mujeres ricas de La Sexta. En aquel tiempo salían a la calle aburridas pero con la bolsa llena a gastársela en carísimas bagatelas montadas a lomos de flamantes Ferraris o Porsches. Ahora han vuelto a los platós a contar su ruina. Ya no tienen cash ni para pagar la gasolina del yate. Ni siquiera van al centro comercial de lujo porque no tienen ganas de ná. Al menos estas nos divierten con sus astracanadas. Luego está el rifirrafe emitido en directo del clan familiar de Arancha Sánchez Vicario, ventilado en la pantalla, también con millones robados, con reproches en público sobre infancias perdidas y maldiciones de padres que no reconocen la fuente en la hija de tanto rencor acumulado. Uno se pregunta lo mismo. ¿Por qué se hace esto, por qué se prestan a esto? Porque la televisión y las redes sociales han conquistado sin piedad aquello que aún nos pertenecía como individuos, sentimientos, pudor, sentido de la privacidad, vergüenza… Democratizada la impudicia, banalizado el pudor, ¿qué nos queda?