Era apenas un chavea pero con una pasión muy definida en su joven horizonte vital. En plena adolescencia, su inquietud por el mundo literario le puso en su camino un objetivo claro: conocer al genial escritor Jorge Guillén, quien a finales de los 50 fijó su residencia en Málaga, donde vivió hasta su fallecimiento en 1984 junto a su esposa, Irene Mochi Sismondi. No se lo pensó. Quedó con él en su domicilio y desde entonces cambió todo.

Rafael Inglada, muy reconocido en los círculos artísticos internacionales por su dedicación investigadora de la vida y la obra del genio Pablo Picasso, es en la actualidad uno de los poquísimos defensores de la tradición tipográfica malagueña. Aquélla que iniciaron en la década de los 20 los poetas e impresores de la Generación del 27 Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, quienes elevaron el prestigio de la imprenta Sur -después Dardo-, gracias a su excelente labor y al estilo tipográfico de los libros allí editados.

Inglada cumplió el pasado enero su veinticinco aniversario como editor, creador y cuidador de numerosísimas colecciones literarias. Estas bodas de plata tuvieron su punto de partida a partir de su estrecha amistad con el célebre vallisoletano, quien le introdujo en los círculos literarios malagueños. Entabló amistad con Ángel Caffarena, Bernabé Fernández-Canivell, Pepe Bornoy, María Victoria Atencia, Rafael León... Y con Salvador López Becerra conoció en 1981 a los hermanos Andrade, José y Manolo, alma y corazón de la imprenta Dardo.

Allí pasó su juventud, aprendiendo de ellos la composición manual de bellos escritos. Componedores, letra a letra y tinta. «Allí fui muy feliz. Iba todas las tardes y la verdad que echo de menos esos momentos en Dardo, porque eran mi familia», recuerda con nostalgia.

En enero de 1987, cumplido el Servicio Militar, nació de sus manos El camaleón (1987-1988), una colección de pliegos de poesía, compuesta por un poema inédito por cada número. El título hacía alusión tanto al cambio de color de las tintas como al carácter dispar de sus autores. Antonio Gala firmó el primer número, al que siguieron Tina Sáinz, Francisco Umbral, Pedro Aparicio o Francisco Giner de los Ríos, entre otros. Aunque bien es cierto que su primera incursión en la edición poética ocurrió a mediados de los 80 con la dirección de Los cuadernos de María Eugenia, que editaba Ángel Caffarena.

Ningún autor se resistió a Rafael Inglada. Como muestra, el orgullo de haber publicado poemas inéditos de Federico García Lorca, que tras diversas gestiones con la familia del poeta granadino lucieron esplendorosos en Plaza de la Marina (1988-1991), una colección dirigida por el propio Inglada y compuesta por poetas consagrados junto a voces nuevas.

En El manatí dorado (1991-1992), patrocinado por la Junta de Andalucía y creado por el malagueño, Inglada reunió, por un lado, los poetas del exilio (Juan Rejano, Francisco Giner de los Ríos, Ernestina de Champourcin, entre otros) y, por otro, los representantes del Grupo Cántico de Córdoba.

Con Poesía circulante (1994-2006), patrocinada por la Fundación Unicaja, Inglada ahondó en la historia de la literatura española del XX a través de inéditos de poesía y prosa. Comenzó con el Novecentismo y su máximo representante, Juan Ramón Jiménez.

Llama de amor viva (1995-1998), título que rinde homenaje a San Juan de la Cruz, que también aglutinó las voces poéticas consagradas con los nuevo valores fue otra colección propia. Entre sus últimos trabajos destaca El violín de Ingres (2006-2009), a través del Instituto Municipal del Libro, que reunió a los más variados representantes de la sociedad mundial en todos los ámbitos. Antonio Cánovas del Castillo, Marilyn Monroe, Churchill o Marlene Dietrich han figurado en estas páginas. Y como colofón, La hoja que se ríe asomada, editada por la Fundación Picasso, donde Inglada ha recuperado textos sobre el maestro malagueño.

Y por qué esta inquietud por la edición poética. «Es una cuestión de estética. Hay que luchar para que no se pierda esta tradición tan nuestra», considera Inglada, quien además cultivó su faceta como poeta aunque asegura que ésta le ha dado «menos satisfacciones», que su labor como editor: «Me he sentido más arropado, más admirado como cuidador de libros que como poeta», agrega.