Llevaba tanto tiempo guardando cola que había olvidado por qué estaba allí. Hacía frío. Echó un vistazo a la gente que tenía por delante y por detrás. Todos se parecían un poco a él, o eso le pareció. Se sintió aliviado. Pasado un tiempo, la puerta del establecimiento se abrió. Fueron entrando ordenadamente. La poderosa luz blanca del interior le cegó un instante, tras tanto tiempo a la intemperie, a oscuras. Se acercó al mostrador y un empleado, joven, vistiendo un uniforme pretendidamente casual, le entregó, con una sonrisa, lo que había venido a comprar.

Una caja.

Perplejo, la tomó entre sus manos. Le resultaba extraño haber esperado tanto para una simple caja. Bonita, blanca, funcional, sí. Pero una caja, al fin y al cabo.

Volvió a casa y se sentó en su cama a estudiarla con más detenimiento. Por dentro, la caja parecía más grande que por fuera. En su interior, un abismo marca Niestzsche: De los que devuelven la mirada.

El profundo vacío de la caja le angustiaba. Sintió que debía llenarla con algo. Lo primero que encontró fueron unas fotos. Las metió en la caja y pasó un rato viéndolas flotar, estáticas, sobre la nada.

Pronto, llegó un momento en el que la simple contemplación de imágenes no le satisfacía. Cual Robinson Crusoe, lanzó un mensaje al interior de la caja. Al poco, descubrió que alguien respondía. Podía comunicarse con los propietarios de otras cajas. No tardó en descubrir, a su pesar, que los otros Hombres Caja tenían poco que contar. Comenzó a distanciarse.

Por las noches, la caja latía como el vibrador de un móvil, al tiempo que una luz blanquecina parpadeaba al ritmo de la pulsión. Aterrado, oyó cómo entre el ronroneo se formaba una palabra:

DAME.

Cogió la caja y salió, en busca de algo con lo que llenarla. Cerca, había un local con música en directo. Mientras escuchaba al grupo, la vibración aumentó la intensidad. Como por instinto, se vio obligado a abrir la caja, la cual, como si de un agujero negro se tratara, absorbió a los músicos, se los tragó literalmente. Se asomó al interior, y descubrió que a partir de entonces podía ver y escuchar al grupo tocar las canciones siempre que quisiera. Eran suyos para siempre. Pero resultó que, estando prisioneros en la caja, los músicos no hacían más que tocar las mismas canciones una y otra vez. Eran incapaces de crear nada nuevo. Probó con otras bandas. El resultado fue el mismo.

DAME.

Devoró músicos de todo tipo. Luego se pasó al cine. Actores abducidos en plena calle. Después, libros. Cómics. Juegos. Lo que fuera por mantener su voracidad a raya. Con el tiempo, las salas de conciertos, los cines, las librerías, se vaciaban. Otros hombres caja, al igual que él, vagaban por las calles, buscando en vano alguna presa con la que alimentar aquella oquedad insaciable. Aquella noche, en la oscuridad de su habitación, la pulsión comenzó a hacerse insoportable. El hambre azotaba la caja, y no había con qué alimentarla. Un zumbido ensordecedor. El brillo de la caja aumentó hasta crear un vórtice cegador que lo absorbía todo, muebles, ropa… recuerdos… Su memoria.

Se hizo un ovillo en una esquina de la habitación, mientras la energía desaforada arrasaba con todo a su alrededor.

Al fin, la luz se redujo a un punto blanco que flotaba en mitad de la nada. La caja pareció implosionar, y, con un pop, como el que haría al descorcharse una botella de champán, la caja desapareció.

Lloró hasta que se quedó dormido.

Cuando despertó, estaba otra vez haciendo cola. Estaba casi desnudo, tapado sólo por el folleto de una tienda de informática. Como todos.

Al llegar al mostrador, el mismo vendedor le entregó otra caja. Sobre ellos, un retrato gigantesco del hombre que entregó a la humanidad el mayor de los regalos: La Caja Definitiva.

Miró al vendedor.

–De pequeño, ¿eras de los que jugaban con el juguete o con la caja?

El vendedor se encogió de hombros. Él hizo lo mismo. Salió a la calle. Al doblar la esquina, caía la noche. Deseó desaparecer en la oscuridad, pero era imposible. El fulgor rojo rubí de su nueva caja le alumbraba el camino.