El próximo día 23 se celebra el Día del Libro en plena borrasca para un sector que enfrenta el embate digital que anteriormente sufrieron los soportes musicales y audiovisuales. Los ávidos ojos del lector se posan ahora en la pantalla del e-reader como desde hace siglos lo vienen haciendo sobre la página impresa. Las implicaciones de este cambio son aún imposibles de precisar en toda su magnitud. Si la generalización de internet ha sido comparada a la invención de la imprenta, en tanto modificación sustancial de nuestra forma de acceder a la información cuantitativa y cualitativamente, en el caso del libro esta transformación abre unos interrogantes muy especiales sobre el futuro de la letra impresa.

Más que mero soporte lector, el libro es el fetiche cultural por excelencia. Su cúmulo, las bibliotecas, constituye nuestra memoria. A estas alturas puede estar ya perdiendo la batalla por la literatura portátil en favor de lectores digitales, pero el libro de papel tiene otras vidas en la recámara para hacer frente a esta crisis.

En 1935 nacía el libro de bolsillo de la mano del británico Sir Allen Lane, fundador de Penguin Books, que lanzaba Adiós a las armas, de Ernest Hemingway, El misterioso caso de Styles de Agatha Christie y Ariel, de André Maurois a un precio de seis peniques cada uno. Dos años después, el escritor Guillermo de Torre seleccionaba los primeros títulos de la colección Austral, que ponía en marcha Gonzalo Losada junto a varios ejecutivos de Espasa Calpe desde Buenos Aires, donde se habían refugiado huyendo de la Guerra Civil. El libro de bolsillo conocería un auge espectacular tras la II Guerra Mundial, coincidiendo con la popularización de la cultura y el crecimiento de los índices de alfabetización, poniendo al alcance de millones de personas por precios asequibles no sólo las últimas novedades, sino también todos los clásicos de la literatura universal.

Mientras, por este lado, el libro extremaba su funcionalidad como soporte lector transportable y, eventualmente, desechable, surgía un concepto opuesto, que ponía en valor sus cualidades estéticas: el libro de artista. Se suelen citar Twenty six gasoline stations y Every building on the Sunset, de Edward Ruschka, como ejemplares pioneros de esta especie de libros, pensados por sus autores como obras de arte.

El pasado mes de febrero el agua de la inundación digital llegaba a los cimientos de la industria editorial tradicional. Según datos de la Asociación de Editores de Estados Unidos, por primera vez los libros electrónicos desplazaban en ventas a los de bolsillo, de tapa dura o infantiles impresos en Norteamérica. Esto se explica por las compras navideñas, en las que el e-reader (lector digital) constituyó uno de los regalos estrella. Amazon, el gigante de venta de libros en internet y responsable del popularísimo lector Kindle, ya anunciaba esa navidad que para 100 libros de bolsillo vendidos en la red había comercializado 115 libros Kindle.

Horizonte. ¿Cuál es entonces el horizonte del libro de papel? ¿Podemos afirmar su próxima desaparición a manos de lo digital? No parece. Para explicar el futuro que aguarda al libro tradicional se establece amenudo la comparación con el disco de vinilo, que lejos de desaparecer vive una especie de refinado y aristocrático renacimiento.

No es casual que editoriales como Impedimenta o Alba estén optando por cuidadísimas ediciones, que ya han sido galardonadas. Este libro refinado y editado con mimo no será un producto de masas como lo ha sido el libro de bolsillo, pero encontrará acomodo en las bibliotecas de bibliófilos y coleccionistas, de la misma manera que los selectos discos de vinilos de alto gramaje que hoy se prensan ruedan en platos de exquisitos degustadores de música.

La biblioteca será, entonces más que nunca, nuestro ADN, y nuestra carta de presentación. Podada de libros de circunstancias, concentrará aquellos títulos que nos identifican, que hablan de nuestras preferencias lectoras, trazará nuestra cartografía intelectual.

Por otro lado, el libro de colección vive tiempos felices. Coleccionistas inveterados como Andrés Trapiello, fatigadores de rastros y almonedas en busca de ejemplares raros se quejan de que es ya prácticamente imposible encontrar chollos, cuando hace apenas diez o quince años el especialista avezado que se supiera mover siempre cazaba algún buen ejemplar.

La culpa en esto la tiene también internet. Portales como Iberlibro centralizan la oferta de las tradicionales librerías de viejo y, lo que es más importante, proporcionan al propietario de un libro presuntamente raro una orientación sobre el precio que puede tener ese título en el mercado.

Por ejemplo, si usted tiene en casa un ejemplar en buen estado del libro El ultraísmo en España de Manuel de Peña, editado por la Librería Fernando Fe en 1925, no debería pedir menos de 500 euros. Sin embargo un ejemplar de Política de Dios y gobierno de Christo de Francisco de Quevedo y Villegas, publicado por Joaquín Ibarra en 1772 no debería reportarle más de 260 euros.

¿Cómo explicarse esto? Más antiguo o de mayor calidad literaria no significa necesariamente más valioso. En esto también hay sus modas. Por ejemplo, hace diez años aproximadamente determinada literatura bohemia de principios del siglo pasado comenzó a revalorizarse, espoleada por la edición del Diccionario de las vanguardias de Juan Manuel Bonet y de Las máscaras del héroe de Juan Manuel Bonet. Libros que se vendían por cuatro perras en el Rastro de Madrid pronto pasaron a valer un dinero importante en los portales especializados de internet.

Este doble panorama, el del libro de coleccionista y el del libro como objeto refinado y de prestigio de nuestras librerías es el que se abre en estos momentos, de forma análoga a la situación que vive en nuestros días el disco de vinilo, más vivo que nunca a pesar de los cantos agoreros que quisieron sellar su final.