En un alarde legislativo, al ministro de Justicia se le ocurrió una manera de que todo el Consejo de Ministros se beneficiara de que el Proyecto de Ley de Apoyo al Mecenazgo bajara por fin de su oscura nebulosa Interdepartamental. Oculta en una disposición adicional, los ministros se reservaron la posibilidad de patrocinar, cada uno de ellos, al menos, a un artista. Con dinero público, claro. Raudo, el presidente del gobierno optó por patrocinar a un maestro ilusionista que le permitiera escabullirse de los periodistas.

El ministro de Industria resultó ser, en secreto, un gran aficionado al tango. Patrocinó a un cantor argentino, pero lo mantenía oculto en casa, por aquello de las nacionalizaciones. Por las noches, se sentaba en un diván, se servía una copa y lo ponía a cantar en su salón. Brotaban las lágrimas cuando entonaba Mi Buenos Aires querido.

La ministra de Presidencia se agenció un nieto de alguno de los Payasos de la Tele. Ocupada como estaba con intrigas palaciegas varias mientras intentaba en vano que su pelo tuviera sentido, lo de cuidar hijos no lealcanzaba. Quedarse en casa cuidando de los hijos es cosa de payasos, le dijeron sus mayores en el partido.

El ministro de Educación quería una cantante pop, pero no encontraba ninguna que no le llevase la contraria. Dio con Russian Red. Ahora, el ministro le paga hasta las clases para aprobar el examen de la Escuela de Idiomas. De inglés, claro.

La ministra de Empleo se agenció a una intérprete de piano clásico, con la idea de que la enseñara a tocar. La pianista le explicó que eso implicaba bastante trabajo. Trabajo. La ministra no sabía lo que era eso. Se lo explicó. A Su Excelencia le pareció una vulgaridad.

El ministro de Economía lo vio claro: patrocinar artistas prometedores recién salidos de Bellas Artes era un negocio seguro, un win-win absoluto. ¿Para qué comerciar y especular con obras de arte cuando puedes vender al mismísimo artista que las produce? Luego, podría traspasarlos, como en el fútbol. Se frotó las manos. Los mercados se iban a volver locos.

Por su parte, el ministro de Hacienda, que añoraba su pasado hippy, montó una comuna de artistas en el jardín de su chalet. Músicos, poetas, pintores... con lo que no contaba era con que al alimentar de noche a aquellos perroflautas y regarlos con manguera para que estuvieran limpitos se le convertirían en la familia Manson de la noche a la mañana. El fin de semana pasado tuvo que salir por patas de su casa.

El sector privado se apuntó al mecenazgo, que de la noche a la mañana se convirtió en una moda; las telefónicas patrocinaron ventrílocuos para sus departamentos de atención al cliente. Cada uno de ellos se hacía pasar por 50 personas distintas. Ahorraban gastos y parecía que contrataban personal. La imagen lo es todo.

Los hipermercados reclutaban pintores para restaurar y barnizar la fruta pocha que pretendían hacer pasar por fresca en sus stands. El sector bancario acogía magos y prestidigitadores para que, por arte de birlibirloque, un balance deficitario presentara un beneficio del 75% respecto al ejercicio fiscal anterior.

En resumen, que la ley parecía ser un éxito, salvo para el ministro de Hacienda, claro. Los artistas trabajaban, aunque no fuera en lo suyo, y los patronos obtenían beneficios fiscales hasta en un cien por cien de lo gastado, aunque lo gastado no fuera suyo. El sistema parecía funcionar.

Por eso, cuando aquella noche entraron en sus casas unos desconocidos y los llevaron a rastras hasta la Puerta del Sol, En la oscuridad, se quedaron estupefactos. Escuchaban los gritos de la muchedumbre, los insultos. Las risas. Tumbados boca abajo, bajo la luz amarillo sodio de una farola mortecina, pudieron ver sus rostros reflejados en un charco carmesí.

Identificaron las voces de sus patrocinados. Los artistas, los bufones, todos esos pelagatos, habían accedido a través de sus patronos a la información suficiente para derribar el sistema. Y habían extendido la estrategia a otras ciudades. A otros países. Entre poemas, un ministro se asomó al abismo rojo oscuro. «Patrocina esto», dijo alguien. La guillotina cortó el aire hasta encontrar algo más satisfactorio.