Ramón es un hombre sin trabajo que también ha perdido los sueños. Su antigua novia, Trini, ha terminado ejerciendo de prostituta esperando una vida mejor que sabe que nunca terminará por llegar.

Los dos hablan, sentados en la mesa de un café, desparramando su patética derrota, tan contagiosa, que todos los allí presentes parecen beber del vaso de una misma e insulsa vida. Es la imagen de los perdedores. Mientras tanto, los examantes hablan y se oye desde la calle, un coro de putas que canta la música más bella del mundo... Mario Gas, en maratonianos ensayos, se está inventando el teatro. Ha decidido alargar el coro introduciendo entre estrofa y estrofa el mismo acorde al compás de un violín enamorado. «Se me ponen los pelos de punta», le afirmo, «y ¿a usted?». «Pues también. Este texto y esta música son de una sensibilidad indescriptible». Ahora somos nosotros los que estamos sentados, yo con un refresco y Mario con un agua con gas, charlando, algo que sin ser lo mismo, sigue siendo teatro. Me doy cuenta de que quizás, por qué no, sea él quien haya creado esta escena y yo simplemente sea un actor hablando con él.

Le afirmo que es un divo y se ríe de soslayo pero derrochando toda su humanidad. Descubro ante mi sorpresa a un hombre humilde que se niega a ser distinto a nadie. Me explica que un divo suele ser un personaje que se siente por encima del bien y del mal, que cree no tener defectos y que piensa que es especial y termina afirmando que él solo es un hombre que ama el teatro y que sólo conoce un arma para hacer las cosas bien, el trabajo.

Me confiesa amar el teatro, pero me confiesa amar más fuerte si cabe la vida, pues al fin y al cabo, ¿qué es la vida sino un simple teatro? Hablamos de muchas cosas, tan variadas cómo fútbol, que me confiesa no entender mucho, y algo de política, donde vuelve a mostrarse otra vez humano. Admite no entender esta pérdida de valores de nuestra sociedad y cree que, ciertamente, algunos tienen todo el derecho del mundo a estar indignados.

Pero la conversación inexorablemente vuelve a caer en lo mismo, pues es difícil hablar con Mario y no terminar cayendo en el vicio de hablar de teatro. Me cuenta sus orígenes y me confiesa que de no haberse cruzado el mundo de la comedia por su camino, hoy sería abogado.

Yo le pregunto el porqué de ese amor suyo al teatro. «El teatro es un espejo de nosotros mismos y de la sociedad», sentencia desde ese aspecto bonachón.

Le hablo de haber estado en uno de sus ensayos y le confieso que en un momento dado me había parecido un abuelo cebolleta capaz de estresar a los actores entonces; me mira fijamente con esa sonrisa esbozada que guarda en sus labios y me atiza dándome las gracias por la ocurrencia, pues la frase tiene muchas cosas de bueno; primero por lo bonito de ser abuelo y segundo por lo de cebolleta, una familia de cómic que a él siempre le gustó mucho. Entonces, se pone serio, por primera vez y me habla del estrés: «El estrés no es nuevo ni es creativo». Y yo desde luego, no puedo estar más de acuerdo.

Me da la mano y terminamos. En la calle me doy cuenta de haber estado hablando con un genio, el Gran Gas. Cuando en el Teatro Cervantes el próximo viernes se alce el telón y la emoción nos engulla a todos, planeará sobre la sala el espíritu de aquellos que fueron tan grandes, pues no me cabe duda de que Baroja y Sorozábal dejarán un ratito el cielo para bajar a vernos. Diremos Adiós a la Bohemia pero bien quieto, que no quiero que el Gran Gas me mire enfadado para gritarme, como en los ensayos, que guarde silencio...