Hay quien teme que Brooklyn acabe convertido en el East Village, el barrio de Manhattan ubicado al este de Broadway, sur de la calle 14 y norte de Houston (pronúnciese 'Jauston', no como el Houston que resuelve problemas). Lo dicen en Williamsburg, viejo barrio de artistas que ahora se ve superpoblado por modernos que dicen dedicarse al arte pero prefieren pasarse el día mirando a una taza de café. Lo dicen en Greenpoint, al norte de Williamsburg, donde la antigua inmigración polaca da paso a una generación joven que invade las calles.

Lo peor que tiene el EastVillage es que, el otrora barrio peligroso lleno de yonquis y prostitutas al que fueron a refugiarse artistas por sus bajos alquileres, ahora está inundado de Starbucks y otras cadenas generalistas.

Afortunadamente, es difícil arrancarle al East Village el antiguo aroma reaccionario, y sigue siendo el barrio un poco a la suya que siempre fue. Lo demuestran pubs como el McSorleys, en la Calle 7, entre la Tercera y la Segunda avenidas, abierto en 1854, que sólo sirve dos clases de cervezas propias, la clara y la negra. Pedir una Budweiser significa no ser lo suficientemente atrevido para estar en un bar así. Merece la pena dedicarle un día a una ruta que cruce la zona y se adentre en la otra orilla, sobre todo, si ya se ha tenido sobredosis de Manhattan. Aquí empezamos.

Al bajar por la Segunda Avenida, a la altura de la Calle 3, en la esquina, se erige un templo del café en el barrio, The Bean. Antiguamente, su localización estaba en la esquina de la Calle 3 y la Primera Avenida, pero el año pasado, con treinta días de antelación, el casero les comentó a los dueños que le había realquilado el local a Starbucks. Afortunadamente, el Bean se mudó y, con él sus clientes habituales, desde escritores o universitarios que esparcen sus apuntes por las mesas a dueños de perros que aprovechan el paseo diario para tomarse un café con la compañía animal. El clásico del Bean es su Chai Latte, una mezcla de té en polvo, especias y leche muy popular en Estados Unidos.

Ya con la taza en la mano, como manda la tradición neoyorquina, se puede seguir bajando la Segunda Avenida, cruzar Houston y continuar por Chrystie. Bienvenidos al Lower East Side (o los bajos del lado este), un barrio de ambiente más normal que sus compañeros del oeste. En Manhattan, cuanto más te acercas a sus extremos, más proletario te vuelves (con la excepción del sur y Wall Street, obviamente).

Al llegar a Delancey, a la izquierda, se ve el puente de Williamsburg. Abierto en 1903, su presencia emociona y asusta a la joven Francie Nolan, protagonista del libro 'Un árbol crece en Brooklyn', que lo usa todos los días para ir desde su casa al trabajo.

Williamsburg, el barrio más densamente poblado de NuevaYork durante la primera mitad del siglo XX, acogió a miles de inmigrantes europeos, y aún hoy es hogar de muchos inmigrantes latinoamericanos.

Al cruzar el puente será normal cruzarse con familias de judíos jasídicos, que habitan el sur del barrio convirtiéndolo en uno de los enclaves mundiales más importantes de su religión.

Veganos, camisas de cuadros y pitillos

Al llegar a Williamsburg, el moderneo manda dirigirse al norte, hacia Bedford Avenue, columna vertebral de este nuevo sector lleno de jóvenes veganos que visten camisas de cuadros y pantalones pitillo. A pesar de que florecen las cafeterías y las tiendas, una recomendación personal para la comida es Fabiane´s, en la esquina de Bedford y la calle 5 Norte (un nuevo sistema de ordenación de calles impera en este barrio, donde Grand divide a las del norte y a las del sur). Fabiane´s no sólo tiene deliciosos bollos y bocadillos, además es el destino ideal para los celiacos, porque versiona muchos de sus platos para adaptarlos a esta dieta. Debilidad personal, he dicho.

Con el estómago lleno, y yendo hacia el norte se llega hasta McCarren Park, el parque del barrio, en el que corren los vecinos, juegan al béisbol los niños y comen los oficinistas de la zona. Unas vueltas a la zona y, si es sábado, un paseo por el mercado local demuestran que Brooklyn no sólo está tan vivo como Manhattan, sino que, además, disfruta de su longevidad de forma un poco menos estresante.

El paseo exige subir un poquito más al norte de McCarren, por Nassau, y pedir un cortado en el Café Royal. Cortado, así en español, de tamaño razonable. Está en la esquina con Humboldt y se puede pedir el café para llevar, aunque si te quedas te lo sirven en vaso.

Al volver al sur, tal vez por Nassau, tal vez por Bedford, hasta torcer completamente a la derecha y bordear el río, se coge el barco que circula desde Brooklyn hasta Manhattan a la altura de la calle 6 Norte. Su ruta sube hasta la calle 34 y baja hasta Wall Street, haciendo varias paradas en la costa. El bonito, aunque poco práctico, es el que navega hacia el sur y llega a DUMBO, acrónimo de Down Under the Manhattan Bridge Overpass (bajo el paso del puente de Manhattan), cuya parada nos deja exactamente entre ese puente y el puente de Brooklyn.

Es mejor cruzar este último, que es por el que no pasa el metro, pero antes merece la pena girarse hacia Manhattan y observar que, muchas veces, la ciudad es más bella desde la otra orilla. Cerca de la zona hay dos recomendaciones culinarias (llegar a Nueva York es admitir que no se va a parar de engullir, pero tampoco de caminar): Grimaldi´s, que presume de ser una de las mejores pizzerías de la ciudad, y la heladería al borde del río, Brooklyn Ice-Cream Factory, una opción que considerar mientras se observa la silueta neoyorquina. Con el estómago otra vez lleno (por si acaso estuvo vacío alguna vez) espera el puente de Brooklyn.

Advertencia: el puente no es especialmente ancho y tiene dos carriles, uno para peatones y otro para ciclistas. Hacerse fotos en el carril de las bicis y molestar a quien pasa por allí se considera ofensa mayor. Tampoco es extraño escuchar más castellano que inglés en su estructura, sobre todo, al atardecer, que es cuando más bonito está.

Las vistas merecen la pena, porque mientras el cielo se oscurece, el sur de Manhattan se enciende y los rascacielos dejan sus luces a la vista. Una vez más se puede uno arrastrar hasta la frontera entre el puente y Wall Street, e ir a cenar o a tomar una copa por Manhattan. Pero con calma. Al volver tras un día en Brooklyn, nos sentimos un poco Francie Nolan.