Una vez más, el Príncipe de Asturias de las Letras se ha adelantado al Nobel y ha coronado a un eterno autor en las quinielas del galardón escandinavo. Si en anteriores ocasiones lo hizo con Bob Dylan y Leonard Cohen, por ejemplo, ahora repite con Philip Roth, uno de los insoslayables de la literatura norteamericana del siglo XX, amén de una de las voces más incómodas y definitorias del laberinto emocional en que sobrevive el ser humano contemporáneo.

El acta del tribunal del Príncipe de Asturias de las Letras sitúa la obra narrativa de Roth dentro de la gran novelística estadounidense. Palabras que agradeció el autor, quien, al ser preguntado por los premios, suele responder: «Son agradables. El niño dentro de uno sonríe». «Estoy encantado de recibir el premio Príncipe de Asturias y emocionado de que el jurado haya encontrado mi trabajo digno de tal honor». Pese a la emoción por haber sido reconocido con este galardón, Roth afirmó que fue «particularmente doloroso» haberse enterado de que era el elegido para recibirlo tan solo unas semanas después de la muerte de su «querido amigo y generoso colega durante décadas», el escritor mexicano Carlos Fuentes, fallecido el 15 de mayo. «Ojalá estuviera vivo para poder escuchar su meliflua voz al otro lado del teléfono ofreciéndome sus felicitaciones a su elegante manera», declaró el estadounidense.

Béisbol. Philip Roth nació y creció en Newark, la ciudad de ladrillos que integra la depauperada Nueva Jersey, soñando con convertirse en un jugador de béisbol famoso, como siempre ha confesado, pero tuvo que conformarse con ser el «escritor americano vivo más influyente», la típica frase asociada a su nombre. Pero su pasión por Kafka y, sobre todo, el Augie March de Saul Bellow, quizás el hermano mayor literario de Roth y el patriarca de la novela estadounidense tal y como la conocemos en la actualidad, lo llevó por otros derroteros.

Sus primeros trabajos, como la novela Adiós Colón, y relatos como On Air –esta pieza particularmente la detesta–, no son muy del agrado de Philip Roth, quien dice que entonces se dedicaba a buscar sus propios límites; a partir de entonces, sabía qué terreno pisar y hasta donde su talento terminaba en arenas movedizas. Desde entonces, obras maestras, una treinteña larga, casi a libro por año, con volúmenes míticos como los de su trilogía estadounidense o también llamada Los Estados Unidos perdidos, en la que mezcla historias y tiempos narrativos, y que reúne Pastoral americana (1977), Me casé con un comunista (1998) y La mancha humana (2000), que acaparó los premios más importantes como el National Book, el Pulitzer o el Nacional de la Crítica.

Si tuviera que destacar algo de los libros de Roth es, sin duda, su franqueza. La primera persona de, por ejemplo, El animal moribundo es devastadora en su cruel humanidad –confundible con misantropía: un hombre que tiene un affaire con una joven que descubre que padece un cáncer; él se desentiende del padecimiento y sólo la ve como objeto de deseo sexual–. No en vano, semanas antes de publicarse la novela que lo llevó a la gloria internacional, El mal de Portnoy, se la dio a leer a sus padres, anticipándoles que causaría una notable controversia –no había muchos libros hace medio siglo que fueran un soliloquio de doscientas páginas sobre la masturbación–; la madre terminó llorando: «¡Mi hijo tiene delirios de grandeza!».

Luego está la obsesión por el judaísmo, aunque, como suele asegurar el escritor, él no tiene «ni un sólo hueso religioso en su cuerpo». De hecho, mantiene que «el mundo llegará a ser un lugar genial cuando la gente deje de creer en Dios». ¿Por qué entonces esa insistencia en retratar y relatar a judíos y sus hábitos, y cómo éstos llegan a condicionar sus actos y comportamientos? Respuesta clara: «Si hubiera crecido en Minneapolis, escribiría sobre la gente de Minneapolis. Pero crecí en la esquina suroeste de Newark, donde sobre todo hay judíos».

En lo que siempre ha creído el autor es en el sexo, verdadero motor de buena parte de las novelas del firmante de Pastoral americana: «El sexo es importante en la vida de las personas, forma parte de su imaginación y de sus fantasías y, por tanto, es un tema literario».

Dejémoslo claro: Philip Roth no cree en Dios pero tampoco en la felicidad y, si me apuran, en las personas; al menos, no en las que sonríen. «Me interesan las personas cuando no son felices, no creo en el y comieron perdices». Que se lo pregunten a Claire Bloom, segunda exesposa del escritor, que escribió unas memorias en que no le llama bonito. O a Carmen Callil, miembro del jurado del Man Booker, que se desvinculó del premio cuando se anunció que el ganador era el womanizer Roth.

Quienes conocen al judío dicen que es una persona afable, muy humana en el trato, nada impenetrable y ermitaño como se le puede suponer por sus libros y el aura legendaria que rodea al autor. En cualquier caso, al escritor le da igual su fama de sexista o misántropo. El secreto de su fecundidad editorial –casi ochenta años y aún manteniendo un envidiable ritmo de lanzamientos– es la soledad que siempre le acompaña. Y algo más: «¿Cómo le puedes pedir a un loco que deje de hacer sus locuras? Yo llevo más de medio siglo escribiendo seis, ocho o diez horas al día, tratando de imaginar algo de la nada. Lo he hecho durante tanto tiempo que de alguna forma no puedo hacer otra cosa», dice. Mientras, se enfrenta a la vejez como puede, porque, como dice el personaje sin nombre de su Everyman –o se refleja en Patrimonio, retrato en primera persona de su curiosa relación con su padre en plena decadencia física–: «La vejez no es una guerra, es una masacre».

Desde su casa en Connecticut, en pleno bosque, sigue recreando Newark, porque aquella ciudad es más un estado de ánimo que un trozo de tierra. Dice que la veteranía le ha dado visión de contexto, que sus novelas de tiempo ha tenían una urgencia ya imposible. Y dice que ya no lee ficción. Sin embargo, él sigue contribuyendo a la salud de la novela actual; sus piezas reciente, como Indignación (2009) y Némesis (2011) son magistrales. No está nada mal para un viejo supuestamente huraño y misántropo nacido en Newark y que quería ser jugador de béisbol.