Madrugada del 12 de junio de 2011. Roberto González Vázquez entra para morir en el Hospital Clínico. En las últimas semanas había estado hasta en la Unidad de Cuidados Intensivos por problemas respiratorios. Pero salió. Y lo primero que hizo fue pedirle un cigarrito a los amigos que lo visitaban. Sería de los últimos que encendiera porque la madrugada del 12 de junio de 2011, Roberto González Vázquez entró para morir en el Hospital Clínico. Roberto González Vázquez era Rockberto. Para muchos, el profeta de la Málaga libérrima y destartalada, la de La Anchoíta y la Plaza del Teatro, la del hippismo con pantalones militares y ojos con legañas eternas, la de las gafas de sol hasta por la noche, la de los vampiros del buen rollo.

Hace mañana un año que Tabletom se quedaron sin carraspera –ahora los hermanos Ramírez, Perico y Pepillo, siguen con Tony, de Eskorzo, al micrófono– y sin imagen corporativa. Porque, sí, Rockberto llegó a ser una marca, un símbolo, lamentablemente más conocido en su última época por sus desparrames sobre el escenario –hay que decirlo: como muchos van a un recital de Charly García para ver qué trastada loca ejecuta sobre las tablas, en los últimos años de shows del malagueño la música era lo de menos para bastantes espectadores– que por su ocurrente arte, el que inspiró tanto a tantos. Que se lo pregunten a Jarrillo´Lata, quizás el grupo local que mejor ha sabido recoger el testigo de Rockberto: este fin de semana presentaron su segundo álbum, que incluye una canción tributo al de la Trinidad, la estupenda De La Campana a la Casa del Guardia –un itinerario urbano pero también vital–.

Hombre

Los fans también se las apañan para que no olvidemos al hombre que siempre se estaba quitando... de vez en cuando. Estos días finaliza en La Casa Invisible la muestra ExpoRockberto61. Ingeniosamente libre, con abundante material gráfico y documental de familiares, amigos y admiradores. Y a los pocos meses del fallecimiento del señor Rockberto se creó una página web, www.rockberto.com, que informa sobre el universo tabletomero y, además, vende merchandising –impagable la camiseta con su efigie y la frase mítica: muerde qué rollo–. Y múltiples paredes de nuestra ciudad nos aseguran con grafitis o stencils que Rockberto es Dios.

Quizás estos homenajes sean también un recuerdo a una Málaga que poco a poco se nos va esfumando. La Málaga jipilonga con chanclas, la que paría grupos de ska con nombres como La Leshe Que Mamate, la que intoxicaba con olor a millones de porritos cualquier concierto de la Feria, la que no tenía pretensiones de nada pero sí ambiciones de todo, la que sólo necesitaba para ser feliz un buchito de cerveza y un latiguillo de fresquito cada cierto rato.

Rockberto vivió ese cambio, y quizás terminara marchándose a tiempo. Porque ahora lo llaman leyenda pero conviene no olvidar esto que nos dijo Perico una vez en una entrevista: «Parece que somos muy famosos y en realidad... Siempre estamos luchando para poder tocar en Málaga». En realidad, al cantante todo eso le daba un poco igual: su aire despreocupado –insisto, el de una Málaga pre-prima de riesgo, pre-mercados– sólo le empujaba a buscar obsesivamente algo que a muchos ahora nos resulta complejo, casi inalcanzable –Málaga circa prima de riesgo, Málaga circa mercados–: «Estar a gustito, ponerse bien», como solía decir.

Porque la fama le daba bastante igual y él sentía que desde Málaga, de alguna forma, había conquistado el mundo. El mundo que al le interesaba. El de las nubes. Del otro, el que está a ras de suelo, siempre pasaba olímpicamente. Porque Rockberto fue uno de los últimos utópicos del mundo. Y?dejó sus cosas entre nosotros para el que las quiera coger.