De la misma forma que Edward Munch supo capturar el zeitgeist –confusión, paranoia– en El Grito, Edward Hopper reflejó a la perfección el tiempo y el ánimo que en le tocaron vivir. Como en los relatos de Raymond Carver, ésos sobre soledades y cosas por decir pero con unas increíbles tensiones subterráneas, invisibles, los personajes y las ciudades de Hopper son retratos de fracasos cotidianos, momentos aparentemente inútiles pero finalmente reveladores. Todo en un estruendoso silencio pictórico, porque, como solía comentar el norteamericano, «si puedes decirlo con palabras, no hay motivo para pintarlo». Su mirada, siempre desapegada, nunca piadosa, y sus luces y sombras –sus amaneceres sobre ciudades y pueblos que nacen a un nuevo día, sus madrugadas que acentúan las caídas personales– han terminado influenciando tanto a autores de cómic como a directores de fotografía de películas.

Edward Hopper (Nyack, 1882-Nueva York, 1967) fue casi un bostoniano, de esos estadounidenses burgueses absolutamente obsesionados con Europa y sus corrientes artísticas. Admirador de los impresionistas y de nuestro Goya, viajó por el viejo continente para estudiar a sus maestros y allí, en plena revolución artística, él prefirió quedarse en un rincón más conservador, antivanguardista, del lienzo. Quizás por eso sus cuadros conmueven diretamente a quien los contempla; no hay coartadas intelectuales ni necesidad de un conocimiento técnico previo: la obra de Hopper es un espejo filtrado que nos llega de frente porque habla de nuestro tedio, de nuestra melancolía y de nuestra soledad infinita. Como escribió a un amigo: «Como somos extraños y desconocidos para nosotros mismos, nos convertimos en objetos de nuestra propia contemplación».

El creador supo entablar esa comunicación con el espectador porque, décadas antes que Andy Warhol instaurara una visión marketiniana del arte, se dedicó a investigar qué es lo que piensa la gente: el primer trabajo del joven Edward fue como ilustrador para una firma publicitaria, tipo Mad Men. Por eso –no hay coincidencias en esta vida– es uno de los pintores que vende más pósters de sus obras.

También Hopper fue el mejor retratista del lado oscuro del sueño americano, de esa Gran Depresión que resultó el primer aldabonazo contra múltiples esperanzas, la pérdida de millones de inocencias: frente al irrefrenable optimismo de los estadounidenses –sin duda, la clave de sus éxitos–, el pintor mostraba ciudades vacías, personas en decadencia y farmacias de madrugada, noches pobladas por ciudadanos perdidos y ahogados en alcohol. Como en su más célebre cuadro, Nighthawks, el de hombres y mujeres que se beben su vida estéril en una madrugada oscura, infeliz, y para el que se inspiró en un relato de Ernest Hemingway, The killers. Como asegura Gail Levin, la autora del voluminoso Edward Hopper: una biografía íntima, «la imagen que muchos europeos tienen de América es la que él ofrece en sus cuadros». Es la fuerza icónica de Hopper.

A pesar de su popularidad en vida, el artista no fue jamás una figura pública; era demasiado tímido para eso –comentan que no era nada locuaz, ni siquiera con su propia esposa: sus biógrafos apuntan que solía comunicarse con ella haciéndole dibujos en un pequeño cuaderno– y también, y más decisivamente, un depresivo absoluto. Edward Hopper era un hombre victoriano nacido a finales del siglo XIX que jamás pudo encontrar su sitio en esa América que cambiaba a marchas forzadas, con una tecnología imparable. Sólo viajó en avión una vez y lo detestó. Como también odiaba los rascacielos y también la pintura abstracta. Así que quizás lo de Hopper fuera pintura protesta.

Una exposición irrepetible. En una exposición única e irrepetible, el Museo Thyssen Bornemisza presenta a Edward Hopper, el pintor más grande del arte norteamericano del siglo XX, desde un punto de vista europeo a través de algunas de sus obras más emblemáticas. Así lo consideró ayer Tomás Llorens que junto a Didier Ottinger ha comisariado la exposición, organizada en colaboración con la Reunión de Museos Nacionales de Francia, y que viajará en octubre al Grand Palais de París. La muestra incluye también obras de autores que influyeron en el estadounidense y sirve para comprobar que aunque a primera vista sus composiciones pueden parecer extraordinariamente sencillas, enseguida se descubre una cuidada y estudiada elaboración, que casi siempre lleva una narrativa implícita. (EFE)