Escucho un leve sonido de fondo que se va acrecentando cada vez más. Mi mano, adormilada, palpa a tientas en una mesita de noche que no me resulta familiar. Todo está a oscuras pero logro por fin agarrar el móvil de mala manera. Me doy cuenta de que no ando demasiado favorecido de reflejos; voz y pensamientos van con un par de segundos de retraso.

Al otro lado del aparato, vocifera de mala manera pero con un tinte de resignación plomizo, mi jefe, como un guión aprendido a conciencia de repetirlo; me pregunta dónde estoy, si estoy bien y cuándo le voy a recuperar el día, otro fin de semana que se alarga hasta el lunes de ceniza.

Me levanto como un equilibrista con vértigo por un alambre sinuoso y sin red para agarrarme como un clavo ardiendo a algo que se parece a la cinta de una persiana, la cual acierto a abrir en un par de torpes intentos. Un sol juicioso y arrogante entra con todo su esplendor haciendo de mis pupilas dos platos rotos al más puro estilo Zorba El Griego en pleno sirtaki.

Cuando recupero la visión, me resulta familiar el entorno, creo reconocer los juzgados, y algo parecido a la Escuela de Arte Dramático; miro tras de mí y veo una cama vacía y arremolinada, un escritorio saturado de apuntes y latas de cerveza, pósters de la selección española y un Al Pacino con la cara desencajada en Scarface, todo rematado de un rosa palo digno de la guionista de Mi pequeño pony. Creo que empiezo a ubicarme. Tras ver un portarretratos de la señorita que habita en tan dulce aposento, voy tirando del fino hilo de la duda hasta llegar a la conclusión de que mi adicción a conjugar el verbo amar y al sudor ajeno, me han conducido a atracar mi osamenta en un piso de estudiantes compartido, como se jactaba la susodicha universitaria, mientras subíamos las escaleras como enredaderas, parando cual vía crucis de saliva y urgencia en cada rellano.

Un intenso olor a café y a pan tostado inundaba mi emborronado olfato. Rescaté de aquel desorden mi uniforme nocturno, negro riguroso. Botines en mano me dispuse a emprender mi aventura en busca de un reconstituyente desayuno y con el objetivo de derogar las promesas de la noche anterior.

De repente, nada más abrir la puerta de la habitación, se me cruza correteando por el pasillo un infante que repite a viva voz y con la crueldad tintineante e inocente que gasta a esas edades: «Mi hermana tiene novio, mi hermano tiene novio». Tras cruzar incrédulo el pasillo giro la cabeza hacia un salón que nada tiene que ver con un piso de estudiantes: muebles de caoba más barrocos que la fachada del Obradoiro; a juego, un señor con un diario deportivo asido de par en par con una expresión rozando el rococó; una mesa con una señorita en pijama de rubios cabellos mojando una lánguida galleta en un tazón de cacao con la cara inexpresiva del dulce Iniesta, viva imagen de la que hasta hace un rato era una chica resuelta y emancipada; y, como no podía faltar en tal escena, una señora en batín que me ofrece amablemente un poco de café recién hecho, y unos buenos días con una normalidad que me recorrió todo el espinazo.

Me sugerían mis amigos de este periódico que comentara cómo era el modus operandi en mi proceso creativo, de dónde viene la inspiración para poder conformar una canción, con su comienzo, su nudo, su desenlace, sus acordes y sus melodías. La melodía surgió cuando salí a la francesa silbando por la puerta de aquel bendito hogar; los acordes florecieron en el taxi que me devolvía insano y salvo a las seguras aguas jurisdiccionales de mi plato de ducha; el comienzo, el nudo y el desenlace... No tenemos solución, solo emoción.