Ojú, Antonia, ya llegamos tarde. ¡Si es que hasta muerta te tienes que pintar!

-No te inrrites, Eduvigis. Si todavía irán por el NODO.

-Ay, Antonia, ¡Qué antigua! ¡Si el NODO ya lo quitaron!

-Bueno, pues los trailers. Y si no, no te preocupes; ya te cuento yo el principio.

-Pero si la viste hace cuarenta años. No me extraña que en el barrio te llamasen Antoñita la Fantástica.

-¿Ves? Todavía no ha empezado. Allí hay dos butacas libres.

-Yo preferiría sentarme junto a la salida.

-Eduvigis, estamos muertas. Y los cines ahora son más seguros.

-Ya, pero sentarme al fondo me recuerda mi Paco. A él le daba susto los incendios. Nos sentábamos al final para poder salir corriendo, dado el caso.

-Nosotros nos sentábamos siempre en el centro, a sumergirnos en la película.

-Y la gente del gallinero te tiraba altramuces. Este cine no tiene gallinero ¿no? Y de cuando en cuando alguien de las últimas filas se orinaba y gritaba «Arriba las patas» para no mancharte los zapatos.

-Ay, Eduvigis, pues a nosotros esas cosas no nos pasaban nunca.

-Porque vosotros teníais dinero, Antonia. Vivíais en una dimensión alternativa. ¿Has traído altramuces?

-No; tengo palomitas y Fanta. Tengo amargor.

-No me gustan las cosas americanas esas. ¿Qué película dan?

-Centauros del desierto, Eduvigis. Te lo he dicho ya mil veces.

-Es que a mí esas palabras tan finas no se me quedan.

-Bueno, pues una de Jon Vaine. ¿Mejor? Lee: «Dirigida por John Ford».

-A mí ese hombre no me gusta. Con ese parche, que parecía un villano. Una vez me lo crucé en el cielo y se lo dije: «Ay, señor Ford, a mí sus películas no me gustan. Pero sus coches, sí».

-Pero Eduvigis, que no es el mismo el de las películas que el de los coches.

-Tú qué sabrás. Qué raro andaba Jon vaine. Parecía un pato mareao.

-Pues a mí me gustaba. Me recordaba a mi marido. Como en aquella película de los irlandeses que se emborrachaban y se pegaban. Y agarraba a la Maureen O’Hara así… Mi Onésimo cuando se bebía dos güisquis se venía pa mí y… Qué tiempos Eduvigis; qué tiempos.

-Pues mi Paco cuando bebía le daba por decir que se iba a tirar al tranvía. Y una vez le dije: «Pues anda, ve». Y se fue: «Que me tiro», gritaba. Con mi Paquito detrás llorando: «Papá, no te tires». No se tiró, claro. Al día siguiente nos fuimos al cine. Pero llegaba el NODO, y salía Franco. Y ya los falangistas se levantaban de las butacas y gritaban «Franco, Franco, Franco», con el brazo en alto. Y luego el Cara al sol. Total, que para cuando se calmaba el asunto, la película ya iba por la mitad. Más de una vez nos salíamos y le comprábamos a Paquito un bocadillo de jamón en el estraperlo.

-Lo que te he dicho, Eduvigis: qué tiempos. Yo he sido muy feliz en el cine. Con mi marido y mis hijas primero. Luego, con mis nietos. Los fines de semana, nos los recorríamos todos. El Palacio del Cine. El Regio. El Royal. El Lope de Vega. El Cayri. El París. El Astoria. El Victoria. El Cervantes. El Aleixandre I y II. El Atlántida. Antes de las películas guarras. El Echegaray. El Zayla… Luego llegó el América; mis nietos se echaron novia. No me quedaba más que morirme.

-Qué dramática has sido siempre... Con tanta cháchara, la película va por la mitad.

-No te preocupes, no pueden oírnos. Y las que son por Jon Vaine me las sé de memoria. Yo vengo por el ambiente.

-Y la semana que viene, ¿qué echan?

-Ticoti.

-Ay, de Jiccot, por Anthony Perkins. Qué bien trabajaba ese muchacho. Luego se estropeó.

-No se estropeó, Eduvigis. Se hizo viejo y se murió. Como tú y como yo.

-Lo que sea. Bien mirado, la muerte no está mal. Y además nos queda el cine.

-Nos queda el Albéniz, Eduvigis. Nos queda el Albéniz.