El doctor Smith había llegado lejos en la vida gracias a su abuelo, el famoso arqueólogo y aventurero. Pero se aburría; de despacho en despacho, de aula en aula de universidades grises. El doctor Henry Smith IV buscaba algo más. Buscaba la aventura.

La inesperada llamada de la UNESCO le proporcionó la oportunidad que buscaba. Partió hacia París sin dudarlo. Le recibió el Presidente de una oscura fundación de la que Smith jamás había oído hablar, un español llamado Alarico Pequeño Huesca, un tipo de sonrisa limpia y fuerte apretón de manos.

Pequeño Huesca le explicó el asunto: tras el rescate financiero al Estado Español, la Unión Europea había empezado a dudar también de la capacidad de autogestión de la Cultura Española. Si no se acreditaba, y pronto, tal capacidad, Hombres de Negro de la Comisión Europea de Cultura se harían con el control. Pequeño Huesca quería evitar que el patrimonio cultural de su país quedara en manos de bárbaros centroeuropeos.

–Es una misión imposible, Smith.

España. Una misión difícil desde luego, revalorizar la Cultura Española, a la que admiraba, igual que su abuelo. Aceptó.

Quiso empezar a lo grande. Arrebató al Odyssey un tesoro similar al del pecio de Las Mercedes. Casi un millón de monedas de oro del Siglo XVIII. Mientras huían en embarcaciones rápidas fletadas en secreto por la Marina Española, esquivando las lanchas de la policía gibraltareña, Smith pudo ver en cubierta, el puño levantado, colérico, del cazatesoros.

«Pertenecen a un museo», gritó Smith, entre las ráfagas de ametralladora y el estruendo del oleaje nocturno.

Pero la calificación de la UNESCO a la cultura española no mejoró. Pequeño Huesca se encogió de hombros: «Es demasiado pronto».

Un mes después, Smith resolvía el misterio de la autoría del lazarillo de Tormes, confirmada por un descendiente directo del autor, un ni-ni salmantino enganchado a los videojuegos. La UNESCO bajó la calificación.

Perplejo, Smith desplegó todo su arsenal: logró que España ganara el Óscar a la mejor película de habla no inglesa; no fue fácil: la película candidata ese año estaba en euskera, rodada con actores aficionados y sólo podía verse en Cinexín.

También consiguió el Nobel de Literatura para España: «Por su acertado retrato de la sociedad española de posguerra y posterior integración en la narrativa social contemporánea», el premio fue para... Francisco Ibáñez, quien se presentó a la entrega acompañado por dos tipos disfrazados de Mortadelo y Filemón. La calificación parecía subir, pero fue un mero espejismo; al poco, cayó en picado tres puntos.

Desesperado, Smith descubrió una segunda Dama de Elche, y además, la Dama de Castellón, la de Alicante y la de un barrio de Gandía. Repasó un millar de revistas de decoración y paisajismo, encontrando en sus fotos decenas de claustros románicos, termas romanas, cuadros de grandes autores robados o perdidos... incluso el primer estadio del Recreativo de Huelva.

Consiguió que Barceló retratara a la Directora General de la UNESCO gratis. Más aún; logró que un friki despistado entrara en la Fnac de Málaga y... comprara un cedé de música.

Aún así, la calificación bajó.En último y desesperado intento, Smith reunió a una pléyade de filántropos internacionales dispuestos a aportar una línea de crédito de impulso a la Cultura Española. Al principio, afirmaron que tal crédito no tendría contraprestaciones para el Estado. Pero luego, al estudiar la letra minúscula, resultó que, de aceptar el préstamo, un filántropo se convertiría en dictador vitalicio del Patronato del Museo del Prado. Otro, correría en solitario los Sanfermines?

Derrotado, Smith se dejó caer a los pies de la verdadera tumba de Cristóbal Colón.

–Ya le dije que era una misión imposible, Smith.

Pequeño Huesca parecía contento. No era para menos; al fin y al cabo, la UNESCO le pagaba para que revalorizara la Cultura Española. Pero si cumplía, dejarían de pagarle. La pescadilla que se muerde la cola. Smith entendió. Desanimado, se marchó a su hotel, donde lo esperaban dos agentes de policía; iba a ser expulsado inmediatamente del país por su «continuada y desmedida alteración del orden público».

Ya en el avión, leyó el auto de expulsión con detenimiento. Y le llamó poderosamente la atención que, a pesar de ser un documento público español, el pie de firma llevara la cuadriculada rúbrica de un funcionario de nombre alemán.