Cuatro de la tarde, plantado impertérrito frente al andén de cercanías de El Pinillo, en el cual llevaba un buen rato intentando tomar una decisión vital que me turbaba, manteniéndome en una tesitura existencial fuera de lo común para la hora que era y el estado mental propio de un postconcierto que había derivado a un edificio de oficinas en tales latitudes geográficas. Con tan solo un euro cincuenta en el bolsillo, decidí hacer un momento de introspección personal, dado que la elección que me traía de cabeza tenía mucho que ver con esto que les cuento.

Desde pequeño, mi afición por la música siempre ha sido palpable, gracias en parte a mis hermanos que se pasaban el tiempo en su dormitorio compartido, desgastando agujas de tocadiscos y pasando cintas de cassette con bolígrafos; por esas radios plateadas y esos equipos modulares, desfilaban desde El Último de la Fila, Sabina, Dire Straits, Human League, Michael Jackson, Queen, Gabinete; en fin, la flor y nata del ochentismo ilustrado, que a mí me dejaba agazapado mirando por el quicio de la puerta viendo a Jose, aporreando un teclado intentando emular ese riff de sintetizador de Enola Gay, que lo tengo escrito a fuego en la frente como una pesadilla disonante y nostálgica de Maniobras Orquestales en La Oscuridad, y a Joaquín, haciendo un fade off fallido con el volumen a una canción de la radio antes de que Javier Arquimbau le estropeara el final con esa voz de buhonero encantador de serpientes ochenteras.

Cuando salían de casa, yo me infiltraba en su santuario, quedándome las horas muertas contemplando las portadas de los vinilos, trasteando sus cintas y admirando sus armarios que eran fiel reflejo de lo que yo veía en las carpetas de los discos: corbatines del oeste, chándales de colores imposibles, chalecos y camisas con estampados de cachemir: todo ello rematado con los pósters de Lobo Carrasco, y los bigotes imposibles de Bernd Schuster y Ramón María Calderé flanqueando el interior de las puertas del ropero de mi hermana.

Ahora, eso sí, tengo que reconocer que si ese cuarto me marcó de por vida y tienen mucho que ver en parte al amor por la música que profeso, si hay un lugar que me dejó huella fue la cocina de señora madre.

Conocida ya por muchos amigos como La Faraona, por su ascendencia gitana y el arte natural que desprende –aparte de por tenerlos surtidos de croquetas y roscos fritos–, es la culpable de mi afición a Bambino, Antonio Machín, Lola Flores, Gordito De Triana, El Pali, Beni De Cádiz y una larga lista de celebridades del cante y otros estilos diversos, tan bien surtida de discos Veterano y Mirinda de cuando mi querido padre trabajaba en Pepsi Cola.

Y ustedes dirán: qué tiene que ver esto con El Pinillo y con la cocina de mi madre... Pues mucho, porque desde pequeño siempre fui un tragón y me pasaba más tiempo en la cocina sentado frente a su radio repasando cada cinta que había en esas cajas de zapatos al lado del jilguero y tapiñeando lo que se me ponía a tiro; ese bendito tiempo en que entre empanadilla y puchero sonaban esos fabulosos cantes, y la voz de La Faraona sobresalía a dúo con Juana Reina o la que se le pusiera por delante, dejando cada copla impresa en mi memoria, esa afición al comer hizo que, en la estación del Pinillo, frente a dos máquinas expendedoras, una de bollería industrial y otra de billetes de cercanías, me decantara a malgastar mi último euro con cincuenta en, lo que me parecía, a esas horas y en esa situación, un manjar divino en forma de palmera de chocolate y me volviera andando desde Torremolinos a mi templo, silbando aquella canción de Machín, Tengo una debilidad, dando por concluida así mi tesitura vital. No se hicieron para mí los sacrificios...