«¿Quién te quiere a ti?». Esta frase, su leit motiv, resume el carácter amable, simpático y abierto de Emilio Jiménez El Moro, uno de los artistas más entrañables y cercanos del flamenco del siglo XX. En su vida, como la de todos los grandes artistas, hubo altos y bajos, pero siempre con una sonrisa por delante porque él había nacido para «hacer reír al mundo», y lo consiguió.

Con un fez, una guitarra española, y muchísimo ingenio, Emilio El Moro arrancó una sonrisa a todos. Sus coplas, adaptadas a un lenguaje divertido y surrealista, hicieron olvidar sus penas a muchos españoles e inspiraron a grandes autores como al también desaparecido Carlos Cano.

«Con todo el cariño le dedico este disco a todas las suegras de España, para que se acaben las hostilidades con los yernos que son los sacrificados. Un poquito de piedad por favor». Ya entonces, el mito de suegra versus yerno era un filón. ¿Y qué mejor que adaptarlo con la música de Mi Carro, de Manolo Escobar? En cada melodía El Moro veía una oportunidad para divertir con una curiosa mezcla de flamenco, agudeza mental, surrealismo inteligente y estética moruna. Una vestimenta que empezó a utilizar casi como por casualidad, como muchas de las cosas que suceden en esta vida.

Su padre, oriundo de Capuchinos y su madre de Antequera, se conocieron en Melilla, ciudad que vio nacer a Emilio en 1923. El tercero de ocho hermanos mostraba desde bien pequeño su carácter bromista y alegre con aquellos que le rodeaban. Con tan solo 15 años participó en un concurso de flamenco de Radio Melilla. Soleá, fandangos, tientos, seguiriyas, no había palo que se le resistiera a Emilio Jiménez. Ganó el concurso, claro, tantas veces como hermanos tenía: siete. Lo tenía claro, su mundo era la música, y más concretamente el flamenco.

Tras hacer el servicio militar fue a buscar suerte a Madrid. Y la encontró. Su nombre, Pilar Saugar. Ella y su familia fueron los que hicieron posible el lanzamiento artístico de Emilio Jiménez, el cantaor. Inscrito en programas de radio, Emilio no conseguía triunfar, hasta que un día se pintó los ojos y la barba de oscuro, se calzó las babuchas y se atavió con las sabanas un turbante y una chilaba. El resultado: flamenco arabesco y un sueño que tenía que cumplir: dedicarse a la música y llevar alegría allá donde fuera. Por sus increíbles giros de voz y registros al cantar se le anunciaba como el cantaor de las siete voces.

Aunque su particular le popularizó como El Moro, y Emilio estaba feliz. Así, desde 1952, su inconfundible forma de actuar encima de un escenario le hizo convertirse en la estrella de las salas de fiestas más de moda en el Madrid de la época. En la década de lo 70, con el declive de la copla, su actividad disminuyó, pero él no cesó en su empeño para que la gente «pudiera tocarse la nariz con la barbilla de tanto reír», decía.

El destino no se lo permitió. Recuperándose de cataratas en casa de su hermana, en Alicante, quiso encenderse un cigarrillo con un infiernillo. La falta de visión y un mal gesto con el incendiario artilugio provocó que más del 60 por ciento de su cuerpo se quemara. Cuando ya estaba fuera de peligro, el 10 de julio de 1987, un ataque cardíaco apagó para siempre la vida de quien alegró a España cuando más falta hacía. Desde 1952 hasta 1987 publicó más de treinta discos, pero la SGAE nunca reconoció letras como Tres sordas hay en Sevilla, o Mi suegra me la robaron, entre otros. Ahora nuestra provincia le rinde tributo con grandes figuras del flamenco a Emilio El Moro, el artista inigualable para quien sus calles fueron el paraíso en vida.