Desde que la vida, y un quirófano, le regalaran un bis, Raphael exprime con avidez cada nota de una coda que parece infinita. Muy pocos ofrecen más conciertos que él en una temporada, ninguno se atreve a cinco veladas consecutivas en una misma ciudad... Él sí, porque, como le escribió Bunbury para su inmarchitable Ahora, hace tiempo que ha «dejado de lado la competición». Raphael ya no lucha por los rankings; sólo el público es ya su notario. Y él dice sentirse «más querido que admirado» por sus incondicionales. Eso le gusta. Y lo valora: por eso, a diferencia de otras estrellas de su quinta, no se limita a ejecutar de tanto en tanto un tour por hoteles de cinco estrellas para cantar a sus fans jetseteros mientras pelan gambas.

La última vez que pisó las tablas del Cervantes, el de Linares se hizo acompañar exclusivamente por un solitario piano; un registro ajustado -no pequeño, porque nada es pequeño cuando se habla de Raphael; él es grande- que le servía para decir las canciones más que cantarlas. Daba igual que no hubiera más orquesta que unas teclas blancas y negras, porque todos fuimos capaces de escuchar los violines de Waldo de los Ríos. Fue un excepcional recital de madurez y sabiduría, una de esas grandes ocasiones que siempre se recuerdan porque, además, mejoró algunas de las páginas de la producción ochentera del ídolo -ésa que siempre ha sufrido por los arreglos fríos, sintetizados y algo enlatados tan de la música comercial de la época-.

El regreso, anoche, con su formato más habitual, el de banda, nos devolvió a un Raphael al que estamos más acostumbrados. Eso sí, lejos han quedado ya los tiempos de los grandes acompañamientos orquestales; en el Cervantes sólo cinco músicos arroparon la garganta del ídolo. Pero, insisto, jamás apliquen la palabra pequeño al hablar de Raphael. Él es grande. En cualquier caso, cuando hablamos de canciones como Digan lo que digan, Qué sabe nadie, Payaso y tantas otras, piezas todas esenciales de la música popular en español del siglo pasado y escuchadas anoche una detrás de otra, sólo podemos hablar de un tour de force emocional.

De todas formas, lejos de aquella experiencia del año 2008 el recital de anoche -recordemos, el primero de cinco consecutivos- fue bastante más irregular, menos perfecto en su planteamiento; quizás en algunos momentos algo contradictorio: para un concierto con evidente vocación de contentar al patio de butacas -lo que los anglosajones llaman un crowdpleaser- hubo, quizás, una sobredosis de temas algo ocultos por el polvo del tiempo -como esos primeros twists que le compuso Manuel Alejandro a principios de los sesenta- y también tendencias psicotrónicas muy raphaelistas pero quizás desubicadas -mención para dos temas de su más reciente disco: Naturaleza muerta, un castañazo épico poco afortunado, y Sexo sentido, un spoken word pícaro y funk: delirante, claro-.

Aquello era demasiado para el consumidor casual de Raphael, para el no iniciado en el culto, para el que pasaba por allí. Ah, pero es que Rafael Martos nunca canta para ésos. Por eso nunca va a hacer un recital oldies but goldies, que se ampare exclusivamente en la nostalgia de un buen repertorio y un puñado de recuerdos personales asociados para tapar las deficiencias vocales de la edad, como tantos otros sí performan.

Mejor cuanta menos banda, mucho mejor y más intenso en los momentos recogidos -también una palabra sin sentido ni acomodo en el universo de este hombre-, la segunda porción del recital de anoche en el Teatro Cervantes bebió de meritorios tangos y canciones hispanoamericanas -su Gracias a la vida ya es mítico entre los fans-. Entonces subió notablemente la temperatura emotiva de la velada, que culminó, entre otras, con Balada triste de trompeta. Tras casi tres horas de concierto, el público se levantó por enésima vez de sus asientos, aplaudiendo, y le gritó: «Tú sí que vales». Como si Raphael fuera un concursante esperando la evaluación de Kiko Rivera. La cara del cantante, de verdad, un poema. Se acercó al micrófono y susurró con gracia: «Hasta mañana»