¿De Historia escrita vamos suficientemente servidos?

Sí, se escribe mucha; probablemente, demasiada. Lo que sucede es que la cantidad no está siempre bien correlacionada con la calidad. Lo cierto es que como género se ha devaluado mucho en los últimos años.

¿Lo dice el último Premio Nacional de Historia o el historiador?

En primer lugar, se ha escrito mal. Los historiadores hemos abusado mucho del gremialismo académico con un lenguaje abstracto y poco accesible al mercado. La propia unión de las palabras mercado/lector/a los historiadores de mi generación vinculados al antifranquismo no les gustaba. La Historia se veía sólo desde la perspectiva del compromiso político. Y eso ha terminado alejando a los lectores.

Sin embargo, la novela histórica es uno de los géneros de mayor éxito editorial, lo que demuestra que sí hay un interés lector.

La novela histórica nunca ha tenido el éxito de ahora ¿Por qué? Porque el novelista ofrece al lector algo muy importante, que es la verosimi­litud, no la verdad. En cambio, el historiador ha caído en un complejo extraordinario que le ha llevado a cuestionarse incluso las propias fuentes utilizadas porque no son suficientemente creíbles. Ante esas du­das y vacilaciones metodológicas que tiene el historiador, el novelista ha irrumpido abordando los temas sin complejos ni prejuicios y nos ha ganado por goleada.

Es usted crítico y valiente.

Sí. Primero, el historiador tendría que escribir mejor y luego abandonar tics y defectos gremiales. Los historiadores escribimos mucho pensando en lo que opinará el colega que tenemos en el despacho contiguo y deberíamos perder el miedo al mercado.

¿El historiador aún trabaja coaccionado por complejos, prejuicios y apriorismos?

Mucho, mucho. Y sobre todo por apriorismos políticos. En España existen dos complejos: el gremial y el político. En España todavía marca el proceso del antifranquismo, aún escribimos con un miedo tremendo a que se nos considere conservadores. La peor etiqueta que se nos puede poner es que nos digan que somos conservadores. ¡Por Dios, eso nunca!

Indique, entonces, el camino a seguir.

El único posible es la liberación de prejuicios y tabúes.

¿Usted lo ha conseguido?

Más o menos. Por lo menos lo intento.

Fue discípulo de Reglà. Él lo llevó a Barcelona. Tampoco sobreviven las escuelas. ¿Las echa en falta o en este momento sólo es válido el individualismo?

Vivimos en un mundo en el que hemos sacrificado todos los referen­tes que teníamos. Vivimos en un mundo sin referentes porque los maestros se nos quedaron viejos y de alguna manera los hemos sacrificado por el ansia de la búsqueda de la modernidad.

Y al mismo tiempo, ¿somos una sociedad olvidadiza con la Historia o preferimos olvidarla?

Sobre todo somos obsesivos con la memoria reciente. Uno tiene la sensación de que España la inventó Franco y nuestra historia empezó en 1931 o en 1936. Ha sido tal la obsesión por la memoria en este pasado reciente que parece que toda la historia anterior fue Prehistoria. Y no. Hay una Historia de España larga y antigua y no vinculada al mundo de la corte o del Gobierno central.

Como catedrático, ¿diría que las nuevas generaciones también guardan los mismos complejos ?

A la gente joven lo que le reprocho es que son víctimas de la simplificación o de la banalización a la que el mundo actual obliga. La gran mayoría de la gente joven parte de un concepto de Historia muy mani­queo y simplista donde la Historia se reduce a una batalla entre buenos y malos, y esto se ve muy bien aquí, en el ámbito catalán. Hoy en día cuesta reivindicar que la realidad histórica es más compleja que la banalidad institucionalizada que nos obliga. Hay que asumir el matiz más allá del color. La cultura de la gente joven es de grandes brochazos monocolores, cuando, justamen­te, la auténtica historia que yo reivindico es la de matices.

Ya que habla de Cataluña ¿no será que la política quiere escribir cuanto antes su historia?

Por supuesto. La Historia se ha vuelto presentista. Se ha escrito siempre desde los postulados de ca­da presente, pero mucho más ahora que nunca desde los condicionamientos ideológicos o territoriales. Es evidente que un historiador catalán hoy no puede sino hablar mal de Felipe V y no existe otra posibilidad porque está predeterminado. El medio ambiental está tan contaminado que obliga. Y lo contrario. No se puede hablar de Felipe II desde Valladolid si no es arremetiendo contra la leyenda negra.

Luego, seguimos siendo una sociedad invertebrada.

Y muy maniquea. Seguimos jugando a los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín.

Y los nacionalismos son el resultado de un fallido estado.

En buena parte, sí. Los nacionalismos han emergido a partir de las propias limitaciones del desarrollo de la identidad española o de la conciencia de Estado, que ha tenido mu­chas deficiencias. El nacionalismo catalán tiene esa fuerza emergen­te y se atreve con postulados inde­pendentistas sin duda por la debilidad del propio Estado. No se puede entender el nacionalismo catalán sin la realidad de una crisis económica y la pérdida del peso del actual Estado.

Desde Cataluña se nos ve...

Simplemente, con una crisis económica galopante como toda Espa­ña. No le veo una peculiaridad especifica al caso valenciano. El problema de la sociedad española es que no acaba de asumir la realidad de una crisis enorme.

Forma parte del consejo editorial de la revista «Historia Social» y uno de sus colegas equiparaba esta crisis con la III Guerra Mundial y nuestra situación, por las variables, con la posguerra.

Lo que sí es cierto es que la crisis es durísima y nos obliga a cuestionarlo todo. Y, desde luego, es cierto que hemos perdido en poco tiempo la sensación de que habíamos lo­grado niveles de homologación frente a Europa. La crisis nos ha llevado a resucitar los viejos discursos victimistas de la leyenda negra.

Y, contradictoriamente, esta Historia ya se puede escribir sin necesidad de distanciamiento.

Pero repitiendo lo peor. Tengo la sensación de estar viviendo un nuevo 98. No se ha perdido Cuba y Filipinas, pero hemos pasado de ser un país de nuevos ricos a descubrir que todo era artificial y a nuestros complejos de inferioridad.

¿Cree que así se escribirá dentro de cien años?

Tengo la convicción absoluta. Ha­blarán de un nuevo noventa y ocho que se vivió aquí a comienzos del siglo XXI.

¿Tan duros serán?

Los historiadores, como todos los analistas políticos, también dependen de la capacidad de ternura. La memoria puede ser tierna, melancólica y desgarrada.

También puede ser manipulable como sucedió con el Dicciona­rio Biográfico español.

La valoración del diccionario es uno de los ejemplos mayores de banalidad mediática. Todo ha surgido en función de la polémica suscitada por una interpretación sesgada, sectaria y franquista escrita por un medievalista. El mayor error de ese diccionario fue abordar políticos actuales.

A eso me refería, a la utilización sesgada pero que se queda.

Pero el problema no es ideología, ni que la derecha haya instrumentalizado la Historia. No. Aquí, de lo que uno se da cuenta es que no tiene sentido alguno abordar la Historia actual. Lo primero que tendría que haber hecho el diccionario es poner límites cronológicos. La Academia de la Historia es una institución con una enorme cantidad de historiadores en la que no todos tienen el mismo sesgo ideológico. Los responsables de las biografías son los firmantes, no la Academia, a la que se le puede reprochar que legitime las biografias.

Su obra abarca el Siglo de Oro, la Inquisición, la leyenda negra, la revuelta de las Germanías y Felipe V. ¿En qué habría que incidir más?

Queda mucho por hacer. Yo estoy ahora trabajando en el príncipe don Carlos, hijo de Felipe II, sobre el que se han escrito muchas biografías pero muy malas. La Historia tiene una enorme ventaja, ya que los investigadores jugamos con el telar de Penélope, esto es, hacer y deshacer el telar de otros historiadores y volver sobre el mismo tema. Es la ventaja de este oficio.