Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Vargas había de recordar aquella noche en la que, tras días de viaje, llegó a Macondo. Había cabalgado bajo aquella lluvia constante, que no parecía remitir ni arreciar. La noche antes, durmió en el interior de un galeón español, a doce kilómetros del mar. En su interior, se acurrucó sobre un lecho de lirios.

Macondo era un barro pastoso, una ciénaga de ramazones muertas y flores podridas. Buscó la casa de aspecto más pudiente, asomando la mirada bajo el sombrero calado, palpando ocasionalmente el revólver cargado con pólvora mojada. Entre tejados de zinc oxidados y muros verde alga, la encontró; en medio del paisaje submarino, un buzón con un apellido: Buendía.

Calado hasta los huesos, llamó tres veces. Un murmullo de desacuerdo sobre a quién le correspondía abrir. Una mujer, la señora Úrsula, abrió la desquiciada puerta. Dentro, entre las paredes cuarteadas y los muebles descoloridos, Vargas cruzó la mirada con la de Márquez. Se abrazaron todo lo fuerte que pueden un pistolero vendido a los oligarcas y un Robin Hood ecuatorial con más maña que fuerza.

Había otros; Mario el uruguayo, luchador incansable, exiliado de un millón de lugares. Macondo, su última posibilidad; Guillermo el cubano, Jorge el chileno; disidentes, desplazados. Vargas no era como ellos, estaba ahí por el dinero de los Buendía. Ignoraba quiénes asediaban Macondo, de quién debía protegerlos; le daba igual.

El viejo general, Juan Luis, sentado junto al dueño de la casa, cerca de la chimenea, trazaba planes imposibles y estrategias desorbitadas.

«Quedamos en que seríamos siete», dijo Vargas. Márquez le invitó a salir al patio. Bajo un techo de astromelias, sentado en el suelo, estaba el mago Julio; ausente, la mirada laberíntica oteando más hacia adentro que hacia fuera. Márquez le explicó que, desde que exterminaron el Club de la Serpiente, sufría el Mago una extraña aflicción: padecía de desincronización temporal. Lo que veíamos de él no era sino un reflejo, su pasado, o quizás, a veces, su futuro. «Puede que ya sepa qué suerte nos espera mañana en la noche, cuando los asaltantes regresen», dijo Márquez, «como quien lee una novela empezando por el final, o por la mitad... En cualquier caso, ni él puede cambiar nuestro destino».

A la noche siguiente, atacaron; una horda ignorante, lerda. Los siete de Macondo aguantaron su posición. El General ladró unas órdenes incomprensibles que ninguno siguió. El estruendo de las pistolas ahogó por una vez el martilleo de la lluvia.

Llegado el día, sólo Vargas, Márquez y el chileno seguían en pie. El enemigo, derrotado.

Y entonces, después de cuatro años, once meses y dos días, escampó.

El uruguayo, el cubano, tuvieron muertes gloriosas. El General se incineró al caer, de sus cenizas brotó al instante una ignota vegetación. El Mago Julio debió morir en algún momento de su pasado, o de su futuro, o quizá el enemigo acertó en un asomo de presente. Lo cierto es que se quedó ahí para siempre, como una fotografía sólida, los brazos en alto, justo antes de desplomarse. Los Buendía se comprometieron a mantenerlo en buen estado, recuerdo de la victoria.

Tras los entierros, Vargas cobró su dinero y se marchó. Se pasaría definitivamente al otro bando. Fue objeto de halagos, premios, condecoraciones. Viajó a África para combatir el genocidio, ignorando el de los suyos. En España, fue premiado por un genocida, las manos manchadas de metáforas sangrientas.

Hasta que un día, igual que el hijo pródigo, como un personaje obediente, volvió a su tierra. Al llegar, las tropas rebeldes sitiaban la capital. La ciudad fue tomada, y Vargas hecho prisionero.

Su última noche, Márquez, el comandante rebelde, le invitó a cenar.

Comieron en silencio, Márquez mordisqueando de postre un pez azucarado.

«Sabes, allá en Macondo, cuando enterramos al uruguayo», dijo Vargas, «contemplé todos aquellos nichos: Buendía por aquí, Buendía por allí... comprendí que en la vida también hay nichos. No podíamos estar tú y yo en el mismo bando, Márquez. No hubiera sido una buena historia, comparada con la que nos ocupa».

Márquez lo miró durante unos minutos.

«Es igual», dijo, «De todas formas, te fusilaremos al amanecer».

Frente al pelotón, Vargas descubrió cuánto añoraba a sus verdaderos amigos, cuánto hubiera dado por estar con ellos en aquél momento€ apenas oyó los disparos, absorto como estaba en su añoranza de Macondo.