Miedo le tenía a los automóviles Rafael Alberti. Compartía ese pánico a la velocidad de lo inconsciente con sus amigos Pablo Neruda y Federico García Lorca. Los tres, arropando el miedo con sus manos, cruzaban calles asediadas por el tráfico en un conjunto que Alberti llamaba «casi rayano en lo tragicómico». Así, se abalanzan cada día los españoles a las calles, al impasible hábitat de medidas impopulares. Agarrados por la impotencia, caminan regulados por señales de tráfico de inocencias. Juntos, y muy revueltos, soportan reformas que se deforman por las maneras. Acarician sus esperanzas, esos españoles, desde el techo de una orden de desahucio. Bostezan en los cristales, perennes en agonías, acumulando suspiros y pánico. Unos se mantienen allí impasibles, mirando cómo gotea la imprecisión. Permanecen pegados a las ventanas, o peor, a la televisión, opinando y maldiciendo. Se quedan quietos observando cómo los demás paran el tráfico. Otros miran desde las aceras esas ventanas. Se imaginan poetas en la calle, lo son, como el protagonista de La arboleda perdida. Sumergen su pánico en un mar de rimas consonantes y gritan asustando a las carreteras. Llevamos un año simulando calles peatonales, definiendo conceptos que no tienen cabida sin un brutal freno de mano, resguardando resquicios de desvergüenza y aparcando rabietas en zona azul. Un año, y ahora adiestramos el origen de los camellos, son andaluces, los tres; se desprende la deidad... Un anuario que se deshace con el sabor amargo de no sé cuántas doctrinas. Ha pasado un año, y el invierno se aproxima frío y exhausto, húmedo y desesperado. En el aniversario del pánico, alguien se podría decidir a dejar de llamarnos vulnerables, alguien podría demostrar que no debe de ser sinónimo de sabiduría. ¿Dónde estará Morris West? A veces, escribir es lo único que puede liberar a ese conjunto de Alberti, Lorca y Neruda, lidiar con esa tragicomedia. Aunque las musas, deshabitadas, se confunden con los encendidos de navidad y las castañas.