En el homenaje que el mundo del cine y del teatro le dedicó esta semana a Juan Luis Galiardo en el Teatro Español, en Madrid, se produjo una escena de las que el cine (sobre todo) es testigo y vehículo; ahí son habituales. En la vida real es más difícil conseguirlas. Pues ahí pasó, el afecto al actor la produjo.

En la proyección de imágenes en las que se recogía la larga trayectoria del gran actor fallecido este último verano se incluyó, cómo no, el momento en que Galiardo fue honrado con el Goya por su trabajo en Adiós con el corazón, de José Luis García Sánchez y Rafael Azcona. Ese Goya lo recogió el intérprete en febrero del año 2000; mientras en la pantalla se reproducía lo que ocurrió entonces, aplausos incluidos, en la sala del Teatro Español ocurría exactamente lo mismo: expectación antes de que los presentadores de la gala desvelaran el nombre del ganador y el rostro de Galiardo, y ovación en el filme y ovación, doce años después, en el patio de butacas. Una simetría que ahora subrayó la admiración y el amor que aquí se puso en evidencia otra vez.

Fue una de las decenas de ovaciones que hubo esta noche de diciembre de 2012 en homenaje a uno de los actores más polifacéticos, prolíficos y geniales que ha tenido la escena española (el cine, el teatro) a lo largo de los últimos cuarenta años. Talento, entusiasmo, el gen de una locura que se le manifestó en ocasiones memorables que la memoria ha convertido en sublimes. Como cuando disparó su mano enorme contra el rostro de Charlton Heston en un rodaje en Oslo, en 1972. Fue sustituido por Sancho Gracia e inmediatamente recluido en una clínica en la que le trataron ese brote del que él luego habló con la solemnidad, y con el humor, con que trató tanto las cosas grandes como las cosas pequeñas. Huía entonces, y luego huyó toda su vida, de aquella caparazón de galán ligón que había fabricado para él la industria del cine; recorrió todos los espacios de la escena, buscándose a sí mismo en los personajes que interpretó, porque también se buscaba a sí mismo en la vida. Tenía al morir 72 años, se había casado muy pronto, había tenido tantas novias como las que caben en una agenda grande, y haciendo Las siete lunas, en adaptación de su maestro Rafael Azcona, se enamoró de su compañera la actriz María Elías, que fue el alma de este homenaje del Español. Se enamoraron, y se casaron un día antes de la muerte de Juan Luis, que falleció el 22 de junio de este año que ahora termina gélido en la Península, incluido San Roque, donde nació y donde un teatro honra su memoria.

Se dice, con razón, que, como ocurre en la literatura, en las artes plásticas e incluso en el comercio, el mundo de la escena se junta tan solo para saludar al final de los estrenos. No es verdad. A este homenaje a Galiardo, a aquel funeral por Galiardo, a las llamadas de Galiardo (que en su vida debió gastar una fortuna en teléfonos) acudió todo dios, incluido Dios, según algunos de los que intervinieron. Y todos los que cupieron en el largo elenco de intervinientes tuvieron algo que contar, gracioso, solemne, reflexivo, autobiográfico, sobre el actor que, desde la escena, decía o actuaba, a veces contra sí mismo, disfrazado de Quijote, de Avaro, de abogado infeliz, de casado infiel, de compañero de luchas surrealistas por las tierras de Portugal y España junto a uno de sus grandes amigos y compinches, Juan Echanove, que estaba detrás de mi, riendo a carcajadas media parte del homenaje y llorando a lágrima viva en los últimos tramos del adiós, cuando ya fue Galiardo solo, en un documental muy expresivo de su vida, el que dominó la pantalla.

Fue un homenaje emocionante a un entusiasta; cuando llamaba lo hacía para pedir cariño; llamaba también para darlo; con un pudor que ocultaba detrás de un histrionismo sobrevenido para vencer la timidez (Santiago Segura contó cómo Juan Luis se arrodillaba ante él en la Gran Vía, para celebrar su «ingenuidad chotuna»), Galiardo era él mismo y todos los galiardos a la vez, ocupaba un inmenso espacio para dirigirse a los demás porque no quería que por el resquicio que dejara se colara el hielo de la indiferencia. Amó muchísimo, pero no sólo a las mujeres y a los hombres; en realidad amó la vida a manos llenas y tenía un talento superlativo; como lo derramó tanto como derramó la amistad, la gente en este país, que tarda en enterarse de las cosas, no supo a tiempo que Galiardo era una combinación de Mastroianni y de Gassman, que en otro país y en otros aires hubiera descolgado el teléfono, a veces, con mucha mayor fortuna que la que él tuvo en vida.

Era un tipo noble e inolvidable. Ver el patio de butacas del Español lleno de la gente que lo quiso, en este país donde para decir que quieres a alguien tienes que mirar alrededor, para que no se diga que eres un blando, fue una de esas buenas cosas por las que merece vencer el frío y salir de casa a darle un abrazo a la memoria de un amigo.