Al ver a Garrido en la cola del cine, un escalofrío espinoso recorrió su espalda. Agarró a los niños apresuradamente y se puso al final; de vez en cuando, asomaba la cabeza. No había envejecido mal, el pelo ensortijado aún oscuro; alto, fibroso y amenazador como entonces.

Trató de recomponerse. Se repitió que ya no estaban en el colegio, que Garrido ya no era un matón de patio ni él un niño tímido atrapado en un curso de repetidores que se burlaban de él, por su tendencia a distraerse dibujando superhéroes en los cuadernos, en los libros. Spiderman era un mote que escocía los viernes, cuando recibía la paga semanal, cruzaba las dos calles que separaban su casa del kiosko y examinaba el expositor acristalado donde los cómics de la semana colgaban de pinzas para la ropa.

- «Buenas tardes ¿Me da Los Vengadores?»

- «Niño ¿Qué dices?»

Ocultaba el tebeo en su chaqueta, mirando de reojo, no fuera a toparse con algún amigo o vecino que se interesara por lo que llevaba bajo el brazo. En el barrio tenía fama de raro: aquél niño leía.

Ir al cine no era tan alienante; Paul Naschy, en cuyas películas las protagonistas enseñaban por encima de la edad recomendada, era un habitual. En su familia no creían en los rombos. Solía ver Kojak, Colombo, todas las series de Grandes Relatos sin que su madre parpadeara. En el cine, su abuela le ordenaba «niño, tápate los ojos» cuando la protagonista de turno enseñaba. Pero La maldición de la bestia€ había que verla.

El lunes siguiente, trató, en vano, de explicarle a Benítez por qué era imposible atrapar un Yeti.

Cada sábado, Mazinger Z luchaba contra los brutos mecánicos. Hasta que, justo cuando Mazinger consiguió volar, TVE canceló la serie. La semana siguiente apareció un pringao llamado Orzowei, cuya canción, para mayor escarnio, la cantaba Enrique del Pozo. No fue hasta mucho después, que supo que la serie se retiró porque las asociaciones de padres la tacharon de violenta. Pero él jamás vio a ninguna asociación protestar cuando Garrido daba hostias en el patio para robar bocadillos€

Su padre no entendía esas extrañas aficiones. Eran «tonterías». Pero la noche en que dispararon a J.R., se sentó en una silla de palo, marcando distancias, no se le fuera a contagiar lo nuestro. Sí se le escapó una risa viendo a Tony Leblanc pelando una manzana en el programa de José María Iñigo. Años después, viendo a Andy Kaufman en Saturday night live, sintió que lo de Leblanc fue el primer paso€hacia el cambio€

Y llegó el día de su mayor error; fascinado por el número 23 del cómic famosos monstruos del cine, con Peter Cushing en la portada, se lo llevó al colegio. En la hora de estudio, Garrido vio el tebeo en la mochila. Su corazón se disparó cuando se lo pidió para leerlo. Al terminar la clase, Garrido se alejó por el pasillo, tebeo en mano. Lo llamó un par de veces «Garrido, Garrido». Llegó a mirar atrás, pero no se paró. Se perdió escaleras arriba.

Al día siguiente, los niños de comedor le dijeron que Garrido había estado leyéndolo. Luego, lo hizo trizas y lo tiró a la basura.

El nudo en el estómago sólo se relajó cuando guardó sus cómics en el altillo y escondió la llave. Allí estarían a salvo, lejos de los Garridos del mundo exterior, y de su padre, que pretendía darlos a la beneficencia.

Regresó al presente cuando se topó con la taquillera. Al entrar en la sala, la mirada de Garrido se cruzó, por un instante, con la suya. ¿Lo reconocería? Improbable, la lista de niños a los que había pisoteado era infinita, una gota en un océano de porrazos.

Pero cuando se apagaron las luces y empezó la película, sintió una oleada de satisfacción, fortaleza donde antes hubo flaqueza, porque se pueden perder batallas pero lo importante es ganar la guerra. Se asomó para ver, por última vez, los rizos de su archienemigo recortados contra el brillo digital de la pantalla, antes de que los niños empezaran a pedir palomitas. Luego, leyó el título de la película en las entradas: Los Vengadores exhalando un suspiro.

Y pensó que es curioso que la venganza sea una entrada de cine que se sirve fría.