Después de casi dos meses de cháchara interminable, Constantino estaba hasta el laurel; «celebremos un concilio» insistía el obispo; «Nicea es preciosa en esta época del año».

Aburrido, el Emperador dirigía y moderaba los debates, permitiendo a veces que las discusiones se acalorasen. Particularmente, le fascinaba el griego rechoncho cuya nariz enrojecía a medida que su discurso se volvía agresivo, lo cual sucedía a menudo.

Por eso, no le sorprendió que, cuando el presbítero Arrio se empeñó en negar la divinidad de Jesús, el gordinflón se abalanzara sobre él.

Constantino pasó un rato entretenido viendo cómo el tal Nicolás de Myra apalizaba al presbítero canijo, hasta que decidió que ya se había divertido bastante. Ordenó a los guardias que lo arrestasen y se fue a comer. En aquellos tiempos, pegarse delante del Emperador era delito.

Esa noche, un ángel visitó a Nicolás en su celda. Transformó sus cadenas en las de San Pedro, le devolvió sus hábitos y lo liberó. Al saber de la fuga, Constantino mandó ejecutar a los guardias. Y así echaba el día. En las afueras de la ciudad, Nicolás conversó con el ángel; abandonaría la teología para dedicarse al apostolado. Llevaría regalos a todos los niños del mundo, al igual que el ángel le regaló su libertad.

El ángel se encogió de hombros: «no es muy original que digamos. Ya hay tres tipos en oriente que se dedican a eso».

Nicolás se despidió enfurruñado.

De camino al norte, se topó con un posadero, que le ofreció cena y cama. Al servirle carne, detectó enseguida que se trataba de la carne de tres niños. Así descubrió que su encuentro con el ángel le había otorgado un superpoder: distinguir la maldad de la bondad. Encantó al posadero con las cadenas de San Pedro, y le obligó a revelar su identidad: se trataba de un demonio menor, llamado Krampus. Nicolás resucitó a los niños (otro superpoder) y convirtió a Krampus en su esclavo.

Durante el viaje, reclutó a toda una horda de demonios y asesinos, hasta el punto de que al arribar a la Escandinavia, llevaba consigo un imponente ejército tenebroso. Se enfrentó a Odín y al resto de deidades nórdicas, que no deseaban competencia en sus dominios. No hubo color; Nicolás y sus secuaces arrasaron el panteón vikingo. Los aullidos de los demonios durante la conflagración aterraron a los nórdicos durante décadas.

Nicolás se apropió del caballo de Odín, Slepipni, que tenía ocho patas. Visto desde el cielo, puede confundirse con un tiro de ocho renos. De regreso a Grecia, descubrió que el populacho había regresado al paganismo. El culto a Artemisa estaba muy de moda en aquellos días. Enfurecido, Nicolás y sus demonios arrasaron los templos dóricos, jónicos y corintios desde Macedonia hasta Asia Menor. Derrotada, Artemisa, a modo de ofrenda, entregó a Nicolás su reno predilecto. El reno tenía muy mal genio; cuando le plantó cara a su nuevo amo, Nicolás le soltó tal guantazo que su nariz enrojeció para siempre. Pero el bicho tenía sentido de la orientación, así que lo colocó al frente de su trineo, para que guiara a Sleipni en la oscuridad de la noche.

Pronto, la fama de Nicolás recorrió Europa. En Alemania, Lutero lo rebautizó como «aplastador Kris Kringle».

Se estableció en el Polo Norte, donde esclavizó a una tribu de elfos, obligados a trabajar, en la perenne oscuridad, fabricando juguetes. En 1928 Admundsen sobrevolando el Polo Norte, divisó una extraña fortificación en medio del hielo. Fue lo último que vio en su vida.

Al expandirse a Norteamérica, encontró que allí su estrategia necesitaba un enfoque más sutil; obligó en 1888 al inventor de una bebida carbonatada (le recordaba a la hidromiel que bebió de la fuente personal de Odín) a entregarle la mayoría de las acciones de su compañía a cambio de prestar su imagen. Ese movimiento le hizo más famoso y rico de lo que jamás creyó posible.

Y entonces contempló sus obras y decidió que todo estaba bien hecho. Tal vez se había desviado un poco del plan inicial, pero ya lo dijo el ángel: no era muy original.

Tan sólo le quedaba un territorio por conquistar. Miró hacia arriba y se preguntó si se atrevería. Después de todo, lo peor que le podría suceder era caer a los infiernos. Había precedentes.

Soltó una carcajada que heló la sangre de sus demonios.

Ho ho ho.