Una muchacha de rizado pelo oscuro avanza con sinuoso paso por una calle desierta dos minutos antes de la medianoche, y entra en mi cuento. A pesar de la templada música que suena, en francés, se ha levantado frío, no demasiado, y la madrugada es de brisa que eleva las hojas caídas muertas hasta la altura de la cintura. Una muchacha de rizado pelo oscuro camina rumbo a algún lugar de las afueras de este cuento, y, como cada noche, cruza frente a un edificio de horrible color violáceo. Desde una de las ventanas del último piso es observada, cada noche, por unos ojos negros como lomo de pantera. Sin embargo, ahora mismo, la música de temperamento azulado (como el humo casi geométrico de algunos cigarrillos pensativos) reclama urgencia a los sentidos: la música lo cubre todo. La muchacha continúa su ensimismado camino, aunque diríase que perciba la hambrienta mirada sobre el tacto oscuro de su abrigo barato. Detenerse es sucumbir al deseo. Sucumbir al deseo es extinguirlo. Hay sentimientos que es mejor no saciar. Que nadie (me) pregunte por qué. Opacidad y brillo, que en la música de Gastmans produce una cualidad azul ópalo, el azul profundo que posee el caminar distraído de algunas muchachas de cabellos nocturnos.