El pasado oscuro de la prostitución todavía hoy, en menor grado, es una cruda realidad. La prostituta solía contagiar al hombre una extraña mezcla de tristeza verdadera y falsa alegría. En España, la clásica «juerga» era una amalgama de gitanas, «jipíos», borrachera, cansancio y, por último esa posesión de la mujer de venta fácil. El hombre español tanto el joven como el viejo libidinoso idealizaron un tipo de mujer que, aunque la mayoría de las veces frígida, resultaba una gran experta en estos lances del amor prohibido. Las despedidas de soltero resultaban ser un adiós al prostíbulo, establecimientos célebres por el nombre de la «dueña» o de alguna «pupila». Sus muertes, sus andanzas y arrepentimientos se fijaron en la conciencia del alma popular, sobre todo en Andalucía-en ese sensualismo latino del sur- donde permanecieron en un ramillete de canciones populares. Muchas de García Lorca, donde se siguieron oyendo en «tablaos» de cante flamenco.

En el Poema del cante jondo, encontramos: «Empieza el llanto de la guitarra/se rompen las copas de la madrugada€» O en éste cantado con letra y compás de «seguiriya»: «Entre mariposas negras/va una muchacha morena/junto a una blanca serpiente/de niebla./Va encadenada al temblor/de un ritmo que nunca llega;/tiene el corazón de plata/y un puñal en la diestra».//

El sentido mítico de la muerte hace estremecerse al hombre español ante la muerte de una hembra de «tronío»: «En la casa blanca muere/la perdición de los hombres./Cien jacas caracolean,/sus jinetes están muertos./Bajo las estremecidas/estrellas de los velones/su falda de moaré tiembla/entre sus muslos de cobre./Largas sombras afiladas/vienen del turbio horizonte/y el bordón de una guitarra/se rompe».

Qué impresionante el entierro de la Petenera: «¡Ay, Petenera gitana!,/¡yayay Petenera!,/tu entierro no tuvo niñas/buenas./Niñas que le dan a Cristo muerto/sus guedejas y llevan blancas mantillas/en las ferias./Tu entierro fue de gente/siniestra./Gente con el corazón/en la cabeza/que te siguió llorando/por las callejuelas».

En ciertos lugares se palpaba un sentido trágico: «Lámparas de cristal/ y espejos verdes./Sobre el tablado oscuro/la Parrala sostiene/una conversación con la muerte». Aun en los ambientes más bajos asistimos a ese profundo sentido de la religiosidad del pueblo español. En la Semana Santa era frecuente que algunas de las «saetas» fueran cantadas por estos tipos de mujeres: «Cristo moreno/pasa/de lirio de Judea/a clavel de España. /¡Miradlo por dónde viene!, /de España,/ cielo limpio y oscuro, /tierra tostada/y cauces donde corre/muy lenta el agua./Cristo moreno, /con las guedejas quemadas, /y los pómulos salientes/y las pupilas blancas/. /¡Miradlo por dónde va!».

Incluso en Madrid era costumbre extendida no abrir al público los prostíbulos porque para las «pupilas» constituía todo un rito el acudir a rezar a su Cristo. Algo abundantemente expresado en la antedicha saeta. La frialdad sexual de la prostituta contrastaba con la exaltación ardorosa del tipo de hombre, soltero o casado, que acudía a ella en busca de placer: «Lucía Martínez,/umbría de seda roja,/tus muslos como la tarde/van de la luz a la sombra./ Los azabaches recónditos/oscurecen tus magnolias. /Aquí estoy, Lucía Martínez. /Vengo a consumir tu boca/y a arrastrarte del cabello/ en madrugada de conchas. / Porque quiero y porque puedo/umbría de seda roja.

Se hizo célebre esa mujer de carnes opulentas, experimentada y sabia en esos momentos del tránsito. Así la cantó el poeta: «Suntuosa Leonarda,/carne pontificial y traje blanco, /en las barandas de «Villa Leonarda», /expuesta a los tranvías y a los barcos./ Negros torsos bañistas oscurecen/la ribera del mar. /Oscilando/-concha y loto a la vez-/viene tu cuerpo/ de Ceres en retórica de mármol». Pero por mucho que pretendamos espiritualizar, poetizar, este problema siempre nos queda en el alma un poso de rechazo y de tristeza. ¡Ojalá se aplique el verso de nuestro poeta€!: «Viva moneda que no se vuelva a repetir».

Así vio a la prostituta otro de nuestros poetas andaluces, Manuel Machado, que dijo de ellas: «Esa cosa oscura y triste que cruza las calles de noche». O como dijo el mismo Lorca: «La mujer gorda venía delante/como las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines».

Después de este apartado de tintas negras debiera quedarnos para siempre una mirada de caridad para estas infelices mujeres de la calle. Ha podido ocurrir que hayan llegado a ese estado-analizado ya con la perspectiva del pasado-porque el hombre español ensayó, en ocasiones, su desbordada virilidad en una muchachita a quien la Sociedad de entonces nunca perdonó. La tristeza, la desesperación y el hambre la colocaron para siempre en una situación desesperada, de donde nunca saldría. Sería importante-es un mensaje que lanzaban al viento poetas e intelectuales de años pasados-que el hombre español viera a la mujer con mirada, aunque inevitablemente sensual, caritativa y no como mero objeto de satisfacción. Hombres que pudieran seguir al pie de la letra el verso de Federico: "Como un río de leones su maravillosa fuerza/y como un torso de mármol su dibujada prudencia».

Hombres españoles como éstos: "Aquí quiero yo verlos, delante de la piedra. / Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura,/ los que doman caballos y dominan los ríos:/ los hombres que les suena el esqueleto y cantan/con una boca llena de sol y pedernales».

Hombres duros y mujeres enteras. Excelsa virginidad intacta, feminidad concreta y maternidad sublime. «España de la rabia y de la idea», que dijera otro de nuestros más universales poetas andaluces: Antonio Machado.