La autora de Delta de Venus habitaba el cuerpo de la inteligencia emocional más sublime cuando empecé a conocerla. Vivía en la figura de una cineasta, poeta y novelista de La Habana. Anaïs Nin vestía de rojo, ese rojo que hace desplomarse a la más profunda neurosis. Cobijaba su recuerdo tras unos labios que provenían del mismo trastorno, del mismo color rojo insaciable. Su pelo: oscuro como su prosa, homogéneo como el éxtasis y el delirio sexual más elevado. Wendy Guerra era Anaïs Nin cuando Posar desnuda en La Habana fue publicado.

«El erotismo es una de las bases del conocimiento de uno mismo, tan indispensable como la poesía», dijo la escritora estadounidense. Admiro a la dueña y a la intérprete de este razonamiento. Comparto esa gran admiración con Guerra y su empeño por traer el mejor erotismo hasta nuestros días. Aunque, de vez en cuando, sonrisas ingenuas brotan de mi subconsciente por esa forma tímida de no llevar razón, por la simple pero costosa aceptación de que exista gente que se exalta con esos diarios al constatarse de la imparcialidad que Nin consigue descosiendo su alma en sus diarios, al relatar casi sin sentimientos la parte sexual de su biografía. Exaltar en el sentido de llegar a sentirse intimidado al pasar las páginas de ciertas novelas avant-garde, cuando el erotismo no es más que un verso desnudo arropado por la literatura, es casi la forma más lírica de rozar la ropa interior de una mujer. Esa sonrisa ingenua brota también con el tan trillado Cincuenta sombras de Grey. Pareciera que leer algo así es como coleccionar mordiscos de manzanas en el paraíso, pero ya no existe el paraíso. La liberación de la mujer y Anaïs Nin deberían ser sinónimos. Wendy Guerra lo demostró en aquel diario apócrifo basado en la prosa de Nin. El próximo otoño saldrá una novela de la autora del blog Habáname. Puede volver a hacer que broten esas sonrisas ingenuas.