Hay días en los que la primavera no se atreve a entrar por la ventana, se resiste y tú te resistes con ella. Llora quizá desde lo más alto y las lágrimas resbalan en los cristales. Entonces te sientas y sopesas la posibilidad de revisar el pasado, en un halo de intimidad decorosa, a base de fotografías. Al principio fue Blow up. Tras aceptar que las fotografías son algo más que sencillas imágenes, se suceden los momentos de inquietud. Comienzas a abrir ese cajón, sacas un álbum y terminas con el salón repleto de recuerdos: imágenes mal encuadradas de aquella cámara que no sobrevivió a las torturas prematuras de la curiosidad y caras que habías olvidado desparramadas en el sofá. Después The Public Eye, tal vez por el hecho de colmar una obsesión al escuchar a Paul Simon, Nickelback, Weezer, Ryan Adams, Rod Stewart o The Who recordándonos las entrañas de la fotografía en algunas de sus letras, mientras se tensan los entresijos de los Premios Príncipe de Asturias. ¡Qué delirio! También Smoke y Retratos de una obsesión. Entre tanto, las fotos se vuelven etéreas y nos descubrimos de repente delante de una pantalla. Se desatan los destellos de cómo asustar a Annie Leibovitz sin casi hacer nada, sólo con publicar esos disparos de smartphone recién estrenado. También capturas de emociones guardadas en alguno de esos aparatitos tecnológicos que se nos hacen imprescindibles y atiborran de flashes impulsivos ese mínimo de decencia fotográfica que si tuviéramos en cuenta de vez en cuando no sacaríamos a pasear tan a la ligera. The Bang Bang Club nos traslada al reporterismo de guerra, a esos retratos ya sin alma. La esencia de la fotografía tiembla al volver a desatarse de forma inconsciente. Esos pequeños dispositivos móviles vuelven a amenazar con calidad bajo cero a la vez que determinados cursos fotográficos se organizan para masticar adjetivos.