El día 6 de mayo de 1826, bajo el efecto de un estremecimiento de la tierra, vio la primera luz una niña que veintisiete años más tarde iba a ser emperatriz de Francia. Fueron sus padres Cipriano Palafox y Portocarrero, conde de Teba, y María Manuela Kirkpatrick, hija de un vinatero escocés. Fruto de esta unión nacieron dos hijas, Paca y Eugenia.

Las relaciones entre ambos cónyuges eran correctas, pero sin amor, por discrepar los caracteres. El conde de Teba (más tarde de Montijo) era modesto y enemigo de ostentaciones; María Manuela, inquieta y soñadora, se sentía espoleada por una ambición sin límites. Afanosa de notoriedad marcha a París con las niñas dejando a su esposo en España. Allí se sirvió de la amistad de Prospero Mérimée y de Stendhal para introducirse en la brillante sociedad de la capital francesa.

En 1839, murió el conde de Montijo. Su esposa no le lloró con dolor sincero. Se había acostumbrado a vivir alejada de su esposo, cuya misantropía era como una muralla opuesta a su ambición. María Manuela, se rodeó de esplendor y vivió a lo grande con el usufructo de la herencia. Ésta hizo su entrada en la alta sociedad dando un brillante baile de máscaras en su madrileño Palacio de Ariza. Sus hijas estaban ya en edad de prometer y ella era la mejor casamentera del mundo. En 1844 su hija Paca Montijo se casaba nada menos que con don Jacobo Luis Stuard Fitz-James y Ventimiglia, duque de Berwick y de Alba, el primero de los Grandes de España.

Entre tanto, Eugenia se había convertido en una mujer hermosísima. Se había enamorado con toda la ilusión de sus 18 años del marqués de Alcañices, pero fue traicionada y, creyendo que su vida estaba rota, pensó en tomar los hábitos, pero la superiora del convento la disuadió con estas palabras: «Es usted tan hermosa que más bien parece haber nacido para sentarse en un trono».

En 1849, la condesa de Montijo se instala de nuevo en París, donde un Bonaparte, hijo del hermano menor de Napoleón, era el pretendiente a la corona imperial. Cuando Luis Napoleón vio por primera vez a Eugenia quedó deslumbrado. Las Montijo estaban informadas de la vida licenciosa de aquel Bonaparte. Pero la joven, con el ardor de sus 23 años, se sentía turbada ante el heredero de tanta gloria. Y la condesa de Montijo, empezaba a entrever la posibilidad de un porvenir imperial para su hija.

En Francia crece el entusiasmo por un segundo Imperio. Y en efecto, el 21 de noviembre de 1852, Luis Napoleón fue elegido emperador de los franceses. Después de la coronación se pensó en casarle. Y aunque no pasó inadvertida la admiración que sentía por Eugenia, la obsesión por una princesa real parecía dejar de lado a la española.

Pese a la diferencia de edad -casi veinte años-, el Emperador supo inspirar en Eugenia un sentimiento que si tal vez no era amor, sí una tierna estimación. El 14 de enero de 1853, tras su primera recepción oficial, pide a doña Manuela la mano de su hija. La ceremonia religiosa se celebró el 26 de enero del mismo año. El Emperador y su futura esposa ocuparon la carroza imperial que había conducido a Napoleón y Josefina a Notre Dame el día de su coronación. Eugenia llevaba un precioso vestido de satén blanco y una diadema de brillantes y zafiros. Resultaba como la mujer soñada por un poeta. Los recién casados pasaron la luna de miel en Saint-Cloud, donde la emperatriz quiso ocupar las habitaciones de la reina mártir, María Antonieta. Entretanto, la condesa de Montijo se preparaba para volver a España. Su misión estaba ya cumplida.

Eugenia no había nacido princesa, pero pronto supo ponerse a la altura de las circunstancias. Nadie echaba ya de menos a la princesa de sangre real que tanto se deseó. Las continuas aventuras del Emperador irritaban a la esposa engañada, tal vez no por celos, sino por el escándalo, que Eugenia no podía transigir por los principios de su educación católica y porque identificaba la lealtad con el honor.

Al fin, el 15 de enero de 1856, nacía el heredero imperial, esperado por toda Europa. Pero cuatro años más tarde un golpe tremendo va a herir el corazón de la emperatriz. Su queridísima hermana, la duquesa de Alba, moría en París, víctima de tuberculosis y Eugenia cayó en una profunda melancolía. Entretanto, los esposos iniciaban una irreversible separación. Por otra parte, Napoleón , enfermo, había caído en un etado de misantropía y buscaba la soledad. Eugenia, sin embargo, pletórica de energía, preparaba el porvenir de su hijo, cuya regencia había comenzado en 1859.

En 1867, comenzaron los últimos resplandores del Imperio. Se comenzaba a vivir con la angustia de oscuros presagios. El emperador era ya un hombre inútil y el pueblo reaccionaba a favor de la República. Había llegado el principio del fin. Las hostilidades comenzaron el 19 de julio de 1870. Las turbas revolucionarias se arrastraron por la plaza de la Concordia, al grito de: «¡Viva la República! ¡Muera la española!». La emperatriz huyó a Inglaterra donde se instaló junto con su hijo en la finca de Camden House, de Chislehurst, refugio de los destronados del Imperio francés en tierra británica. Eugenia deseaba visitar a su esposo, prisionero en el castillo de Wilhelmhöhe, convertido en cárcel, y al fin, marido y mujer se fundieron en un estrecho abrazo. Nunca se habían comprendido mejor y era quizá la primera vez que lloraban juntos. Tras su puesta en libertad en 1871, el emperador se reunió con su esposa e hijo en Chislehurst. Allí vivieron diez años. Pero Eugenia no se resignaba a la nueva vida que le deparaba el destino. Tenía 45 años y había sido emperatriz durante dieciocho. No podía olvidar el pasado esplendoroso y veía destruida la ilusión durante tanto tiempo acariciada de que su hijo fuera coronado emperador. En 1873, moría en Camden House el emperador, sin que su hijo, que realizaba estudios en la escuela militar de Woolwich, pudiera llegar a tiempo.

Con la esperanza de la Restauración y ver a su hijo sentado en el trono, Eugenia le había dado una educación acorde con tal altos destinos. Pero el príncipe estaba sediento de aventuras guerreras. Luis era oficial de artillería y sentía correr por sus venas la sangre de los Bonaparte. En 1879 se le presentó la oportunidad de poder batirse por Inglaterra en Zululandia y aunque Eugenia no aprobaba tales propósitos al fin accedió. No le podía ocurrir a Eugenia una desgracia mayor. El primero de junio de 1879, el Príncipe se vio envuelto por los salvajes zulús bajo una lluvia de flechas. Pocos instantes después caía el heredero de los Bonaparte.

Golpe tras golpe, el destino cruel se iba cumpliendo inexorablemente: primero destronada y fugitiva; después viuda; ahora perdía el hijo, lo único que le quedaba, y con él el último reducto de su ambición vencida. En el otoño del mismo año, moría en España la anciana condesa de Montijo. Eugenia se encontraba muy abatida; contaba 53 años y aún tendría que vivir otros cuarenta. Esos cuarenta años de más, porque ya nuestra heroína había vivido todo lo que podía dar la Historia.

Residencia

Teniendo que llenar de algún modo el vacío de vivir sin objeto, compró en Farborough una residencia señorial que convertiría en museo de la dinastía napoleónica. En 1894 pasaba los inviernos en la Costa Azul. Cuando estalló la primera guerra mundial y llegó el invierno de 1914, Eugenia suspiraba por su rinconcito de sol, debiendo resignarse a las nieblas inglesas. Terminada la guerra, la casi centenaria, gravemente enferma y a punto de perder la vista, deseaba ir a España; deseaba que la examinara el célebre doctor Barraquer. A los pocos días se encontraba en Madrid, en el Palacio de Liria, preparada para oír la sentencia del doctor. La operación resultó un éxito. Leía el Quijote sin esfuerzo y escribió en el margen de una página de la inmortal novela: «¡Viva España!». Este grito brotado del corazón iba dirigido al médico español que acababa de sacarla de las tinieblas. La alegría de Eugenia fue inmensa, aunque duraría poco tiempo. Su imaginación era un volcán, pero su cuerpo se doblaba bajo el peso de un siglo de existencia.

Se encontraba en Madrid preparando su regreso a Inglaterra, cuando un atardecer del 10 de julio de 1919, se sintió repentinamente indispuesta. No pensaba, al acostarse, que hubiera llegado la estación terminal de su largo trayecto de 93 años. Su cuerpo fue transportado a Farnborough.

La azarosa vida de esta mujer española que fue emperatriz de Francia, su figura tan popular por la aureola romántica y legendaria que la envolviera siempre, las horas felices, cuando el Imperio estaba en el cenit; los días amargos del exilio, de la muerte del hijo; su temperamento apasionado y su entereza ejemplar la convirtieron en un mito. En el pueblo aún pervive su recuerdo cantado en coplas de gran belleza literaria: «Eugenia de Montijo,/ qué pena, pena,/ que te vayas de España/ para ser reina./ Por las lises de Francia/ Granada dejas/ y las aguas del Darro/ por las del Sena./ Eugenia de Montijo,/ qué pena, pena...».

*María Jesús Pérez Ortiz es filóloga, catedrática y escritora