Continúa creyendo en el poder de la poesía y no se ha dejado llevar por las redes posmodernas del desencanto. ¿Por qué?

A mi edad sería ridículo. La ventaja de la edad es que si te has portado bien y has leído libros vas mejorando, aunque sea poco. Te evita las cosas más pasajeras.

«Triste el que muere rodeado de respeto y prestigio», le leo.

Los cristianos tienen aquello también de que más vale morir pobre, aunque luego es difícil llevarlo a la práctica. Lo estamos viendo. Una de las cosas más terribles es la opulencia. El ser humano está más preparado para la escasez, porque si uno no muere en el intento, la supera.

¿Su interés por ser un autor bilingüe es porque considera que la lengua no debe ser motivo de confrontación?

No hay nada ideológico en ello. Detrás de cosas fundamentales, como dónde has nacido, quiénes son tus padres y qué lengua hablas, no hay ideología. Si una persona está hablando una lengua en su casa, dejémosla tranquila, y si hay dos lenguas, que las haya. Es como decir que vas a prescindir de tu padre: no puedes, aunque quieras.

El conflicto no se da en las casas, sino en los espacios de convivencia como la escuela, ¿no?

Son conflictos falsos. El conflicto está en la economía o en el poder, pero se traslada a estas zonas. Es absolutamente ridículo luchar en batallas cuya única victoria puede ser matar al adversario.

¿Es imposible escribir sin compromiso político?

Ideología viene de idea, que es una chispa que se apaga, y un poeta habla con el fuego, no con la chispa. No creo que por aquí salgan buenos poemas, aunque creyendo que van por ahí algunos los han hecho, como Blas de Otero. El poeta se mueve en el terreno de la filosofía y de la religión en el sentido más profundo.

¿La poesía y la edad también llevan a Dios?

No soy creyente. Tampoco quiero decir «soy ateo», porque todo son manifestaciones del yo, y yo soy lo que puedo. Lo que sí sé es que si usted tiene frío puede poner la calefacción, pero cuando la intemperie ataca al ser, como cuando se muere un hijo, ¿qué botón aprietas? No lo hay. Hay unas cuantas cosas que funcionan, pero las has de tener preparadas. Eso es la educación: enseñar a un niño que la intemperie moral le atacará y que por eso ha de empezar a leer poemas, La montaña mágica, mirar religiones, escuchar a Beethoven... Eso es la poesía, un precioso remedio contra la intemperie moral.

Y en estos tiempos de intemperie económica, ¿la poesía es más necesaria?

Siempre ha sido igual. Pertenece a aquellas cosas que convierten el dolor en tristeza. El dolor no se puede gestionar; la tristeza, sí, con tus armas, si las tienes.

¿La arquitectura ha sido una pasión alimenticia para usted?

No, ha sido mi profesión. La poesía no es un oficio. Un oficio te da identidad y el poeta no sabe si es un buen poeta cuando muere (ya lo dirán dentro de cien años). El poema solo se puede escribir a partir de la propia vida -lo cual no quiere decir que la cuente más o menos- y, si he de partir de ella, necesito una vida afectuosa, sexual, profesional... No practico ninguna religión, pero no olvido que durante siglos los pobres han tenido su pintura y su literatura en las iglesias.

¿Por eso su vinculación con la Sagrada Familia, ese poema épico inacabado?

He estado de calculista. O sea, que si se cayera yo iría la cárcel, no como los políticos, que nunca tienen responsabilidad. Ha sido una experiencia fantástica. Tengo a dos grandes arquitectos: Gaudí y Coderch, que me enseñó que una casa no ha de ser nunca hecha en vano, ni lujosa ni original. La originalidad es una idiotez que ha invadido todo el siglo XX y sigue. Es la palabra más nefasta para el arte, porque no lo reconoce como algo que viene del pasado, de Altamira.

Además del afán por la originalidad, ¿ha habido también una arquitectura de la opulencia?

Y tanto. Y me siento un poco responsable de ella, porque mi socio y yo hicimos el primer libro de cálculo matricial de estructuras y esa investigación ha llevado a esta proliferación de edificios aparatos, que no tienen más mérito que aquello de Napoleón de «si es grande, es bueno». Estamos en la era de los grandes edificios con formas simplonas: en Barcelona tenemos esa torre con forma de falo. Eso antes no podía pasar porque no podía hacerse.