Ha sido una semana de revelaciones. Y no lo digo sólo por el último capítulo de la serie Juego de Tronos -que podría, pero no- ni por el efervescente desaire que los Premios Nacionales Fin de Carrera ofrecieron al ministro de Educación, Mr. Wert, un tipo que seguramente nunca será el mejor en nada salvo en el selectivo desmantelamiento de la comunidad educativa. Lo digo por esos destellos que acontecen en nuestras vidas sin reparar en su presencia, sin diseños ni invocaciones, destellos que, tras mucha carrera de fondo, consiguen capturar nuestra mirada -la misma que se ha acostumbrado a atravesar paisajes, otras miradas- y congelar el aliento, reservarlo para lo que nos tienen preparado. Instantes que dejan de ser sólo eso para formar parte de nuestra identidad.

Seguro que, en alguna ocasión, se han encontrado escuchando una canción oída mil veces que, por aquello del misterio y el asombro, se viste con el pelaje de imprescindible, una canción que nos dice tanto y tan bien que la pensamos escrita para nosotros. Algo así he dejado atrás estos primeros días de verano primaveral. Con motivo de una lectura poética que tuvo lugar en La Cosmopolita, dentro del ciclo que dirige Paco Cumpián, preparé junto con Vicente Ortiz una selección de textos para la lectura a pachas; algunos de ellos aún tenían el cordón umbilical colgando, cordón que, además, estaba unido a las canciones que han bautizado cada intento de poema.

Una de ellas, The Day I Tried to Live, del grupo Soundgarden, pasó por mi vida sin pena ni gloria. Reconozco que, en mi caso, el grunge no ha resistido al paso del tiempo, quizá por ser un movimiento muy necesitado del contexto. Sin embargo, el mensaje mutó, las palabras de Chris Cornell adquirieron el sentido que necesitaban, un sentido que, por motivos de lógica temporal, me engancharon, palabras que se enredaron con el eco de Sylvia Plath y que dolieron, tanto y tan bien, que fue como si la escuchara realmente por primera vez.

La segunda revelación de la semana vino con la lectura de Orgullo y prejuicio, de la enorme Jane Austen, obra que cumple estos días doscientos años desde su publicación. Esta lectura me llevó a Jane Eyre, de Charlotte Brontë. Novelas inmensas, sólo aptas para ánimos agrietados, de idas y vueltas. Tras vivir unos días con las heroínas que soportan estas obras, Jane Eyre y Elisabeth Bennet, me tragué las adaptaciones cinematográficas más recientes. La de Orgullo y prejuicio lleva la firma de Joe Wright, ese tipo que le tiene pillada la medida a la traducción del lenguaje literario al audiovisual, prueba de ello es Expiación o Anna Karenina; mientras que la de Jane Eyre ha sido realizada por Fukunaga.

Revelaciones a cuatro bandas que confluyen en un mismo sentimiento: la primera vez de las primeras veces. Esa sensación única a través de la cual descubres ángulos que desconoces, olores, sabores, formas de amar, ser y estar. Y que al mismo tiempo certifica que lo peor del paso del tiempo no es cumplir años, es perder las ocasiones de las primeras veces.

@CrisConsuegra