Culpa es el concepto más bajo, más vulgar, el término que acuña la debilidad de unos reformas sin respuestas que van dejando por el camino a muchos estudiantes sin becas. Naufragar en un constante desbarajuste de sentidos y concluirlo todo nombrando a algo o alguien como responsable de lo ocurrido. Pero puede que sea el camino fácil; sí, lo es. Una manera rápida de intentar solucionar ciertos problemas. Aunque señalar a alguien como causante no enmienda nada, y más cuando la causa en realidad no es más que una consecuencia.

Esa palabra tan vulgar, culpa, persigue el rastro cada vez más efímero de miles de jóvenes. Incontables apuntes en sucio que no hicieron más que ahorrarse un apretón de manos con ese ministro más conocido por sus ocurrencias; un acto sencillo, directo y significativo. Después de aquella noticia y de sus consecuencias, he escuchado numerosas opiniones al respecto del gesto algunos alumnos hacia Wert: en contra, a favor y los típicos comentarios conformistas que me generan una impotencia desmesurada. Soy de las que no buscan afianzar sus ideales, no tengo que hacerlo. Al contrario, prefiero que me digan lo opuesto a lo que me gustaría oír por aquello de desarrollar una teoría de la argumentación que poco a poco se va deshaciendo en falacias. Lo único que verdaderamente me exaspera es esa posición intermedia, el conformismo, el remordimiento anónimo. El estudiante es el eterno acompañante de la culpa. El indefenso rosto que aprende a caminar mirando al suelo y sin gesticular. La piel del habitante de las aulas españolas es el objeto de ensayo del arrepentimiento. El austero recorte en dignidad y vergüenza. El alumno no es más que un cúmulo de paciencia aderezada con excusas y pretextos. Una insignificancia desde Bruselas, un experimento desde España. El sujeto que se pone de rodillas, que sonríe y acepta. El receptor perfecto de un conglomerado de sandeces. El becario eterno y sumiso con la esperanza de al menos estar ahí, aunque sea así, en esas condiciones. ¿Eso, de verdad, es lo que creen?