Vivimos de las críticas, de hablar por hablar, de evaluar, de calificar. De afirmar para nosotros mismos y decir no de cara a los demás. De recriminar y desprestigiar. De encontrar los blancos perfectos para debilitarlos y hacerlos caer, aunque resbalen en nuestra inercia.

Sobrevivimos reclinados en ese derecho, libre y/o gratis; un deber a veces absurdo. Respiramos destrozando elogios y derrumbando lo que, quizá, supuso esfuerzo y trabajo algún día. Haciendo suturas con los dientes y los filos cortantes de los contratos. Con parsimonia y mesura, calibrando las fracturas y magulladuras del objeto a calificar. (Se me saltan las lágrimas al escuchar a Paco Ibáñez) A lo malo porque es malo, a lo bueno porque es bueno.

Esas formas de reprochar sin sentido y vituperar sin cordura ostensible sólo cesan cuando la cuestión que nos ocupa le da tanto la razón a nuestros términos ofensivos que desequilibra nuestros propósitos. Ya decían que más es menos, y viceversa para los sumisos en la fe. (Justo ahora flotan en mi cabeza ciertos vocablos propios de Federico Jiménez Losantos. Tampoco se quedan atrás algunas locuciones del adulador de fachada Arturo Pérez-Reverte). Entonces los calificativos absurdos se vuelven muy gratificantes, casi como una imagen de marca, pero si el cómo.

La otra forma de que se interrumpan las palabras malsonantes dignas de una trinchera sin armas son los finales, lo muestran las necrológicas. Éstas últimas, aparte de hacer día a día de un periódico un diario de difuntos, con sus correspondientes recordatorios, aniversarios, homenajes y demás, reducen las críticas a un respeto demasiado extremo.

Recordando a Rosa Montero en aquellas Necrológicas detestables, todo se vuelven alabanzas cuando el objeto que ocupaba la diana de nuestra retórica basada en el desprestigio ya no está. Eso sí, todo lo dicho centrado en España. En otros países tienen menos pelos en la lengua, acuérdense del obituario que The Economist dedicó a Robert Maxwell, «era un mentiroso», decía.