El Douglas DC-2 inició el enésimo vuelo rasante sobre el sitiado Santuario. El cabo Márquez, entre cestos y patos, se aferraba a la compuerta a medio abrir del bimotor, concentrado en el cencerro que colgaba sobre su cabeza.

El Capitán De Cedro pilotaba con pasmosa frialdad, ajeno al infierno de plomo y fuego que rodeaba el aparato. Mantuvo el rasante el tiempo justo, y tiró de la cuerda del cencerro.

Márquez abrió la compuerta del todo, arrojando al vacío las cestas de suministros y los patos, unidos por un cordel.

De Cedro viró, evitando estrellarse contra el Chato Republicano que lo enfilaba de frente, en el que creyó ver el rostro de su antiguo compañero de la escuela de Transformación, Miquel Planchart, también Piloto Militar.

Los cestos aterrizaron, las alas de los patos amortiguando el impacto contra el suelo.

De vuelta a la base; «Menudo agujero hay en el fuselaje», dijo el Coronel Aguirre. «Un niño podría colarse por ahí».

«Va siendo hora de conseguir otro avión», dijo De Cedro, aseándose.

«De eso quería hablarle. Hay reunión a las nueve de la mañana».

Acudió puntual. El puesto de mando hablaba italiano.

Se presentó como el Mayor Quattrociocchi, ante una foto aérea del centro de Barcelona. Detallaba la misión en italiano, Aguirre ejerciendo de traductor. La traducción dejó a De Cedro sin habla.

Al acabar, abordó a Aguirre. «Coronel, mi papel en este conflicto se limita al puente aéreo y al avituallamiento...».

«Su papel en esta guerra será el que se le ordene.

«Con todo respeto, señor, bombardear civiles...».

«De Cedro, le ha llegado el momento de descubrir que en la guerra no hay héroes ni villanos. Solo vencedores y vencidos».

La noche siguiente, De Cedro pilotaba un reluciente Junkers ju-52, siguiendo la estela del octavo Stormo Bombardamento Veloce.

«Capitán, dijo Márquez, estamos sobre el objetivo».

De Cedro guardó silencio.

«¿Capitán?»

«Suelten bombas».

El escuadrón regresó a Baleares, dejando tras de sí el cegador estruendo del bombardeo.

El cielo de Teruel es un avispero enfurecido. «Salta», grita De Cedro.

Márquez se abrochó el paracaídas y saltó. De Cedro trató de efectuar un último viraje, pero el Chato de Planchart le embistió la cola. Murió nada más tocar el suelo.

...

«Don Carlos, ¿Está bien?»

La enfermera era muy guapa y el hospital reluciente. Le dolía todo. Se incorporó y se miró en el espejo. Debía tener al menos ochenta años.

«Eso creo», dijo.

«Hay que tener cuidado con las escaleras, don Carlos, más aún a su edad. El médico le ha dado el alta; puede marcharse».

Al salir, un folleto informaba del inminente cambio de nombre del hospital. Echó un vistazo a las letras de piedra sobre fondo gris:

C. H. Carlos Cedro.

Deambuló hasta llegar a Eugenio Gross. Torció por General Sanjurjo hasta calle Rivas Fernández. El portal estaba abierto. Postrado en la cama, un anciano, conectado a una bombona de oxígeno.

«Márquez....».

«¿Sabe?», dijo Márquez, «a mis años, nunca está uno seguro de si tal o cual amigo sigue vivo. Pero con usted es diferente, Capitán. Usted está muerto».

«Me caí por las escaleras...».

«¡Se cayó del mismísimo cielo!» Trató de echarse a reír; en cambio, Cogió la Biblia que había en la mesita.

«¿Sabe lo que es la transustanciación, mi Capitán? Se le atribuye a Jesucristo. Que antes fue Elías Moisés... buscando quizás acumular la experiencia necesaria... la sabiduría. ¿Entiende lo que quiero decir?»

«yo...».

«Pronto estaré muerto. Tendrá que averiguarlo por sí mismo...».

Se inclinó sobre el anciano moribundo y besó su decrépito cráneo.

Alcanzó a pie el monolito de Gibralfaro: «Presente». Un dolor agudo atenazó su brazo izquierdo.

...

«Capitán, despierte»

Márquez trataba de despertar de De Cedro con delicadeza. Reconoció la rechoncha figura nada más abrir los ojos.

«Su Excelencia necesita volar urgentemente», dijo Aguirre.

De Cedro echó un vistazo al parte meteorológico. Se avecinaba una tormenta peor que el ataque de mil Stukas.

(Ni héroes ni villanos...)

«¿No cree que deberíamos suspender el vuelo?», preguntó su Excelencia.

El Capitán tragó saliva.

«Con todos mis respetos... eso son sólo cuatro gotas».

El biplano se elevó hasta ser engullido por la negrura impenetrable de los ciclópeos nubarrones.

«Qué hombre tan admirable», pensó Aguirre. Tal vez, cuando esto acabe, se le dedique una calle o una escuela. O, mejor aún, un hospital...