Recuperar a personas que conforman tu pasado, que sumaron otras perspectivas ante el mismo horizonte y cuya memoria soporta parte del armazón identitario, es un ejercicio que se debería realizar con mayor frecuencia. Encontrar en los recuerdos y risas y palabras lo que se ha sido -lejano e incluso extraño- a quien se ha querido y con quien se ha compartido; hallar en las acciones de ese antes, siempre imperfecto y errante, destellos y reflejos de una vida que ya no es ni está pero que permanece a través del eco de esas personas, como permanecen las canciones en ausencia del músico artífice. Por ello, por esa mezcla explosiva de emoción y memoria, en relación con el pasado -siempre mutante- todo se amplifica y acentúa, todo duele más.

Hace algunos días, tuve la ocasión de reencontrarme con algunos compañeros de una etapa ya cerrada en mi vida. La proyección de ese pasado en el presente me fulminó. En la empresa para la que trabajé sólo quedan dieciocho personas de las setenta y tantas que pusimos en marcha aquella aventura. Pero no fue ese el dato que hizo quebrar el andamiaje emocional, no; un considerable número de trabajadores valiosos, currantes natos, honestos, con formación y buenas prácticas profesionales habían sido expulsados del barco, nave tripulada, ahora, por un Calígula y su miserable visión del poder que no mostró ni demostró, desde el origen, el más mínimo interés por el trabajo bien hecho, por cierta ética de corte laboral. Un tipo carente de dignidad para con sí mismo y, por ende, hacia cualquier otro ser humano. Por este siniestro conjunto, intuyo que Albert Camus, del que celebraremos en noviembre el centenario de su nacimiento, hubiera encontrado en la figura de este gerente improvisado un modelo perfecto para actualizar la magistral obra de teatro que escribió entre 1938 y 1942, Calígula (1944), pieza que retrata con crudeza e intensidad la vulneración de la condición humana ante el abismo que supone el poder malentendido; en este título, un dictador al que le «resulta fácil matar, porque no me resulta difícil morir» hace temblar los pilares del entramado que soporta el concepto de libertad y fractura la definición de ser humano.

Para Camus la libertad, su esencia primera, se edifica a través de la acción. Por recurrir a una expresión de pelaje popular, el camino se hace caminando. La libertad se logra desde nuestra singularidad y subjetividad, asumiendo responsabilidades para con la sociedad que nos hagan seres humanos más libres y poderosos. Alejando de la esfera pública -y privada- a todos esos Calígulas que caminan con las bocas abiertas como peces agónicos, con rostros desprovistos de mirada, de abismo profundo que no lleva a ninguna parte. Por ello, por el miedo y la fiereza, por el hambre de otras vidas, no esperemos a que la historia les ponga en su lugar o la vida les pase factura, no. No podemos ni debemos esperar tanto. Asumamos esa responsabilidad urgente que consiste en ser ciudadanos activos. No nos queda mucho tiempo. Ni aliento. Y el hambre, lamentablemente, llama a la puerta.