Una de las cosas que más me molestan de la sociedad contemporánea es la hipersexualización de todo. No me refiero a anuncios en que señoritas con labios carnosos y turgentes se comen un helado de nata mientras una voz susurra palabras como «dulce» o «tentación»; ya es lugar común que los publicistas apelen a nuestra entrepierna para que echemos mano de los euros -al fin y al cabo, la mayoría de los hombres guardamos nuestros monederos muy cerquita de nuestros genitales: todo tiene sentido-.

No, lo que fastidia enormemente es una cosa como la reciente portada de la prestigiosa revista The New Yorker, que celebra el sí del Supremo de Estados Unidos al matrimonio homosexual; si no la han visto la cubierta es una ilustración de una pareja, de espaldas, abrazada viendo en un televisor a los magistrados responsables de la sentencia; esa pareja es la formada por Epi y Blas. Pontifiquemos un rato.

¿Qué extraña manía nos lleva a intentar descubrir la supuesta homosexualidad de la gente? ¿Regalan algo si aciertas? ¿Te sientes más inteligente y perspicaz porque tú sí que sabías que Rock Hudson era gay antes de que anunciara tener sida? No sé qué nos pasa por la cabeza para empeñarnos en descubrir estos asuntos pero debe de ser muy potente, porque hasta nos empecinamos en buscar rasgos e indicios «gayer» hasta en personajes de ficción creados para el entretenimiento infantil, como el dúo de Barrio Sésamo.

Bueno, pero hagamos un ejercicio de empatía, tratemos de ponernos en la piel de los investigadores de las homosexualidades ajenas y sorprendentes: ¿Qué puede llevarnos a pensar que Epi y Blas son pareja? Que viven juntos, que comparten dormitorio y no se les conoce interés femenino -bueno, también que discuten bastante por estupideces: una de las características distintivas de una pareja-. Que eso sea suficiente para hacerles iconos gays dice mucho, y no muy bueno, de la madurez de nuestra sociedad.

En realidad, parece que la evolución del ser humano es la siguiente: pasar caminar superjorobado a pavonearse erguido para, en su estadio final, sentarse a la fresca en una silla y fabular sobre todo el que pase€ Y aquí seguimos.

Pero no se vayan todavía, que aún hay más. Algunos aseguran que la forma de vestir de Dora La Exploradora denuncia «un lesbianismo latente» -ya se sabe: las lesbianas son marimachos-, como Velma, la gafapasta de Scooby Doo -ya se sabe: las lesbianas llevan ropa poco atrevida y muchas son feíllas, por eso no ligan con hombres-, o el Pitufo Vanidoso -ya se sabe: media existencia del gay la pasa delante del espejo-. Al final, por querer hacernos los supermodernos y hablar de estos asuntos terminamos cayendo en el más absoluto de los ridículos: primero, porque, en el fondo, hay tanto cliché y tanta rutina en las argumentaciones que la cosa es más reaccionaria que un reportaje de Intereconomía; segundo, porque no dejamos en paz a los niños, no les permitimos vivir en su mundo de dibujos de colores, gomaespumas que hablan e historias que no necesitan de braguetas ni de entrepiernas para el entretenimiento. Dejémosles a lo suyo, por favor, que ya tendrán tiempo de comprar un helado porque una señorita estupenda se lo come con fruición.