Sólo desde el desorden se percibe el orden bien entendido. El verano es una tregua para la reorientación, cuando no la reinvención (hoy impuesta por una realidad que exige camuflaje). El tiempo enseña que los veranos sólo se explican a través del amor o del sexo, indistintamente. Olvídense, no habrá verano sin ellos. Podremos haber asistido a un concierto mítico (la resurrección de John Lennon, por ejemplo), o viajar hasta las cataratas de Iguazú. Dará igual. Todo se diluirá en las armonías o tarareos, y en metros de espuma acotada en secuencias digitales de Instagram si por allí no asomó el sexo (l´amour, entiéndanme).

«El gozo se percibe cuando anima una carne», escribía Luis Rosales, y el bueno de Ángel González ya advirtió de lo difícil que era ubicar al placer en invierno. Lo mismo pasa con la muerte; el recuerdo de los muertos se mantiene mucho mejor si abandonan el barco en verano, claro. Porque nuestra existencia se alimenta de matices, y los matices residen en los extremos donde el cuerpo oficia: ve-ra-no.

El verano es una fiesta plena que nos costó muchos años, y mucho esfuerzo, heredar con todas sus letras, y a la que hoy, sin venir a qué, imponen un impuesto imposible. La realidad varía las circunstancias y ahora, después de que nos hayan recortado hasta en el horizonte, después del desprecio durante todo este largo invierno a la inteligencia y a la dignidad del ser humano, ahora toca reorganizar el desorden en mejor desorden y ejecutarlo bajo la tregua que siempre ofrece el verano, tan generoso, y volver a acabar con la división entre el cuerpo y lo social.

Ese sol de la infancia de Antonio Machado, la adolescencia de Cernuda en «días idénticos a nubes», las idas y venidas de Rimbaud -casi todas en verano-, el Tánger cálido de Jane Bowles y de Jean Genet (ahí están los libros de la cuidada editorial Cabaret Voltaire para refrescárnoslo)... Todo ha quedado reducido a lo más básico y torpe, todo se ha esfumado y no como se esfuman las más importantes herencias. El verano va quedando limitado al tiempo del consumo salvaje y tartamudo, por no indagar en otros factores como las ferias locales donde parece que se quiere insistir en que no, que no se puede, a ritmo de música de supermercado, en el mejor de los casos. Pero estamos a tiempo del desorden, del principio, con esos estudiantes que niegan la mano de Judas cuyo nombre es mejor no recordar porque ya ha anunciado que se va (el verano y sus buenas noticias), centrarse en los que permanecerán -justicia poética-, en los que seguramente ahora estarán disfrutando de la noches cálidas donde el embrujo, el que revuelve la tradición casposa, se impone. Epicuro y Freud, a los que separan diecisiete siglos coincidieron en algo fundamental: un hombre que no goza fabrica la enfermedad que lo consume. Disfruten del verano. No le olviden.