La debilidad es una forma capital de barbarie. Encierra tras su frágil tejido todo un decálogo de intenciones obsesivas, que pasarán muy pronto de la fraternidad o el deseo a la convulsión más delirante. No es fácil pasar por delante de una encarnación sin dejarnos allí la dignidad, y todo nuestro adiestramiento neuronal. El arte, en su más amplio concepto, ha sobrevivido a su esquizofrenia vital porque es justo ahí donde mejor amarran los sentidos, donde mejor se desarrollan las tentaciones. Los raros han llevado a la manifestación personal (ya sea con pincel o cualquier otra herramienta) al grado donde sólo el cuerpo podría llevarlo. Es conocida la historia de la pintora holandesa Bettina Giacometti.

Ésta dejó prestado su piso de Madrid al poeta sevillano Rafael Lasso de Vega, mientras ella pasaba una temporada fuera de la ciudad. Cuando volvió se encontró con algunas modificaciones en su flamante apartamento del centro de la capital: el sevillano había empeñado -acosado por la necesidad- los muebles de la casa y, no siendo esto suficiente, se comió al perro con patatas, de forma literal. Lasso (heredero de la más exigente bohemia, como también lo fue Alejandro Sawa) se reconocía en ese espacio donde la verdad del cuerpo es una forma de arte iluminada y elevada a su máxima potencia, aunque el precio a pagar acarrease algunos dientes podridos y ejércitos de piojos; nada que no pudiera solucionarse. La cotidianidad difícilmente consigue encontrar su sitio en espectros superiores cuando ahí manda la ambivalencia entre belleza y grandeza. Escribía Georges Perec que la cotidianidad «no es una evidencia, sino una opacidad: una forma de ceguera, una manera de anestesia». Debilidad pura y debilidad dura. Los raros, aquellos que no se manejaban muy bien con los decretos de la realidad, destrozaron en mil pedazos el momificado salmo de que las-cosas-tienen-que-ser-así; se equivocaban y equivocaban mil veces sin que el insoportable mea culpa (hoy casi auto de fe) pasase por allí: por mi culpa, por mi culpa y por mi gran culpa es hoy casi una canción del verano. Dónde queda el tránsito. La tentación nos salvó a todos de vestir un traje de buzo enano todo el año. La tentación ha marcado el camino de la literatura, de la música, de la pintura, de la existencia...como le dijo Wilde a Cernuda allá en Argel, «la única forma de evitar la tentación es caer en ella». La debilidad y su bendita barbarie. Si alguien encarnaba la maldita debilidad ese era Pedro Casariego Córdoba. Una desafortunada tarde, después de dar de de comer a su hija, Casariego ponía fin a su historia en unas vías de tren. En el epílogo de sus Poemas encadenados, su padre desarrollaba la divina lección que supuso tener un hijo raro, siendo lo raro «aquello que se distingue de los demás, y cuando se ve acompañado de virtudes poderosas provoca una tensión creadora que pone en marcha el Universo». Lo fundamental reside en el envés para darle la vuelta a todas las verdades. Ese es el proceso intelectual del raro. No la copa de coñac a medianoche y la reliquia del humo. No la leyenda sobre la genialidad. Lo raro pervive y se alimenta de lo estricto, como se alimentaba Bill Callahan de un inabordable plato de garbanzos con espinacas justo media hora antes del último concierto que dio en Sevilla hace un par de años. Ahí, en ese plato de garbanzos también habitaba la extravagancia celestial, en el envés. Hay que fijarse siempre en el envés, donde de forma confusa reside la caducidad de lo que nos alimenta. Hace pocos meses compartí mantel con Suso Saiz en una boda a las afueras de Madrid, una boda que fue una forma superior de crowdfunding familiar, valga la redundancia; sobre el primer single del nuevo disco de Bowie, Suso esgrimía algo fundamental: esa canción es el proceso intelectual de muchos años, el tránsito de la debilidad que resiste.

Ésa debe ser la lección; sobre todo hoy que vivimos una realidad desorientada, donde los gestos siguen ganándole el pulso a los textos, con las ventrílocuas reverencias a personajes hoy desfigurados, como puede ser el caso de Leopoldo María Panero -y tantos otros-, en un ejemplo del fatal reciclaje que está teniendo lo verdaderamente trascendental en nuestro devenir. Ser indescifrables para dar con la clave de todo menos de nosotros mismos. Ahí está de nuevo la obsesión de nuestra debilidad; no en la gloria, sí en los detalles.