eguramente tú no lo sepas, pero eres una de las miles y miles de personas a las que en su infancia sus padres llevaron al curandero. Seguramente fuiste incluso más de una vez pero no lo sabes. Da igual que tu familia sea progre o conservadora, no importa. Los secretos de consanguinidad son promiscuos y se inician muy pronto -demasiado- en la tarea, no hace falta llegar al territorio minado de la adolescencia para acometerlos. Tener un hijo y no llevarlo al curandero es una calamidad, una aberración; el motivo es lo de menos: pies planos o ensalada de tics, remolinos en la cabeza o visiones paranormales; el motivo es una mera excusa, la cosa es ir. Hay que ir al curandero y pagarle con generosidad y gratitud. La mística en la vida debe empezar cuanto antes, sin contemplaciones, para llegar a la contención en el grado y el momento oportuno. Yo de pequeño fui a un curandero, y lo supe, que no es poco; allí no me curaron nada, ni falta que hacía, pero para dotar su servicio de más solemnidad me auguró una capacidad celestial para este transito terrenal; esperando estoy. Las musas se crían allí, entre profecías de dudoso o exquisito rigor, es verdad que son hijas de Zeus (padre del Mundo), pero cuando bajan se alojan en los mejores cuartos donde no hay cama ni retrete para nuestra más celebrada y repetida condena: las cosas son así.

Julie Kafka llevó a su hijo a un curandero, no acabó yéndole tan mal al chaval; la madre de Karl Lagerfeld no esperó al nacimiento para ir, «esa criatura será obispo», le auguraron. Ella respondió: «Todo menos eso». Parece evidente que cualquier cosa que expulsase esta mujer iría revestida de genialidad. Y es que con la leyenda y los idiomas cuanto antes se empiece, mejor. Los curanderos y los secretos a voces más oscuros son la última extirpe de bohemia que nos va quedando, aunque el concepto de bohemia ya esté más apolillado que el de democracia. La bohemia no se entiende sin Diógenes, sin el vagabundo oficial, y el intelectual que duda si hospital se escribe con o sin hache, y nadie le discute su erudición.

Otro aspecto superviviente hoy de la bohemia es el de idear y fabular proyectos que nunca se llevarán a cabo en la mayoría de los casos, con algo habrá que acompañar al vino. Vivir en los extremos, para nada y para nadie, «caballos de música cabalgan desbocados por mi sangre» (Antonio Colinas). Algo parecido trata Jonás Trueba en su último largometraje, Los Ilusos, y de forma más explícita lo comparten los personajes tan reales como inverosímiles tratados por González Ruano en sus memorias, o Luis Antonio de Villena en la novela Malditos.

Escribir es la negación del mundo a base de su incontestable reivindicación, poco más; como recientemente declaró el escritor Manuel Longares «escribir novelas no es una cosa que aporte mucho a la marcha de la humanidad. No cortas un apéndice, no eres un físico cuántico. Ni siquiera un político. Escribes para que la gente se solace; para explicar cómo discurre la vida». En los últimos años donde los talleres de escritura rivalizan con los compro-oro en extensión y estafa, y las librerías se confunden con fruterías, las palabras de Longares (no sólo éstas, claro) podrían usarse como remedio casero y eficaz para el ego desmedido, y sobre todo injustificado, que pulula entre escritores, poetas o publicistas, y no por este orden. El comportamiento danzante de algunos nombres que ocupan éstas y otras profesiones responde en cierta medida a una profunda y casi crónica necesidad de provocar atención y cariño; qué lindos. El ego puestísimo de todo lo peor sumado a la ausencia de charme suele llevarnos a ese tipo de ser insufrible que paradójicamente ocupa muchas veces los mejores puestos y que se retrata día sí y día también. Lagerfeld representa el extremo opuesto, un hombre sobrio, alérgico a simetrías, que escapa de esta mediocridad creando un personaje que lo protege, y algo muy potente que lo maneja. Profesores de secundaria: traten a Lagerfeld en cualquier materia, ética, filosofía, química, cualquiera, por qué no.

Necesitamos urgentemente gente que desdibuje esta realidad agonizante y primitiva, atemorizada y encorsetada en el pecado eterno (ay, qué fatalidad) y que revienten con un bate el casi ya inextirpable dogma de «las-cosas-son-así». Por piedad, o por lo que sea.